PSICOLOGÍA

Cómo detectar una situación de abuso sexual en la infancia

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El anuncio que en varias ocasiones he escuchado en la radio esta semana sobre la última serie-documental de Netflix, ‘Examen de conciencia’, que se atreve a destapar con aparente o inevitable realismo y crudeza el habitual tabú de la pederastia y el abuso sexual infantil (en el caso de la producción de Netflix, centrados exclusivamente en el entorno de la Iglesia Católica), me ha decidido a tratar este tema, el del abuso sexual en la infancia, que muchas veces por pudor o por convencionalismo social tendemos a evitar; y en el que considero que los profesionales de la psicología  tenemos una especial responsabilidad en airear y promover tanto su prevención como su detección.

El abuso sexual en la infancia es, por desgracia y muy lamentablemente, un problema muchísimo más frecuente de lo que podemos imaginar o de lo que nuestra mente querría concebir. Concienciar acerca de su detección y de la importancia de no contribuir a silenciar el abuso sino explorarlo y destaparlo ante la más mínima sospecha es una asignatura que, como sociedad, aún tenemos pendiente. Y, por no asumir tal responsabilidad, miles de niños sufren desde edades muy tempranas un calvario que les marcará de por vida, en muchas ocasiones con heridas emocionales que quizá nunca llegarán a cicatrizar.

Las cifras de abusos sexuales son escalofriantes

El abuso es una realidad

Es un tema desagradable, sí, pero permitidme esta licencia, abordemos este asunto con la claridad que requiere, hagamos un ejercicio terapéutico y de solidaridad, y parémonos a pensar en la bárbara gravedad de una realidad encubierta que, por mucho que nos avergüence, azota a demasiadas criaturas vulnerables y condena sus vidas. Sin ser mi especialidad de preferencia, tan solo en este mismo instante estamos evaluando y peritando en la consulta al mismo tiempo tres casos diferentes de esta naturaleza. No es una casualidad, no, sino la apabullante consecuencia de la elevada frecuencia con la que los niños son objeto de deleznables abusos y agresiones.

No en vano, las cifras en este sentido son escalofriantes. Según la Organización Mundial de la Salud, que describe el maltrato infantil como cualquier forma de “abuso o desatención de que son objeto los menores de 18 años” y que incluye “todos los tipos de maltrato físico o psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro tipo que causen o puedan causar un daño a la salud, desarrollo o dignidad del niño, o poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder”, alrededor del 25 % de las personas adultas han sufrido maltrato en su infancia. Además, de manera más específica, una de cada cinco mujeres así como uno de cada trece hombres ha sufrido, durante esta etapa, abusos de naturaleza sexual.

Este tipo de vivencias tiene severas consecuencias en el desarrollo de los niños

El enemigo está en casa

Tendemos a pensar que son los datos provenientes de países lejanos y con niveles de desarrollo muy alejados de los nuestros los que engrosan las estadísticas. Pero no contemos con ello. La clandestinidad que es propia a este tipo de abusos hace que su cuantificación sea muy complicada, cierto, pero lo que podemos aseverar los profesionales sanitarios que trabajamos con las severas secuelas de este tipo de vivencias es que se trata de una situación que acontece a la vuelta de la esquina, muy cerca de todos nosotros, aunque no queramos o no sepamos darnos cuenta.

Sabemos, desde el punto de vista psicológico, que el padecimiento de maltrato en la infancia cursa con graves alteraciones en la salud del menor, con secuelas físicas y psicológicas que tienden a perpetuarse o incluso a agravarse a lo largo de todo su desarrollo, y cuyas devastadoras consecuencias perduran toda la vida. Me atrevo a decir, en este sentido, que el impacto emocional del abuso en el medio y largo plazo supera con creces el daño físico que se haya podido experimentar.

El afecto, la atención, la protección, el cuidado y la seguridad son vitales desde las primeras etapas de la vida

Debemos proteger a los niños

La base de la formación de una sana autoestima y una personalidad igualmente sana y adaptativa para todo ser humano está directamente vinculada a la experiencia, desde las primeras etapas de vida, de recepción de afecto, atención, protección, cuidado y seguridad. Sobre estos pilares se construye nuestra saludable forma de percibir el mundo como un lugar seguro y no amenazante en el que podemos relacionarnos con los demás con seguridad y sin necesidad de defendernos.

De hecho, a los psicólogos y peritos forenses nos es tremendamente frecuente analizar perfiles de personalidad de hombres y mujeres que presuntamente (o no) han sido juzgados por actos violentos o graves transgresiones de las normas y encontrar en sus biografías más de una experiencia difícil o incluso traumática, experiencias que les convirtieron en su momento ellos también en víctimas de abusos, habitualmente a edades muy tempranas de su vida. Esto no es nunca una justificación para todo acto atroz que uno quiera cometer, ni mucho menos sirve de eximente, pero sí ayuda a comprender hasta qué punto la infancia es una etapa sagrada en la que la no satisfacción de las necesidades físicas y psicológicas del menor puede cursar posteriormente con el desarrollo de una personalidad malsana, disfuncional o desviada.

El comportamiento del niño nos puede dar pistas sobre un posible abuso sexual

Qué tenemos que observar

Por todo ello se hace importante observar y escuchar a los menores ante la más mínima manifestación de sufrimiento, y explorar cada caso sospechoso en profundidad. Es tal la gravedad del potencial impacto de estas vivencias traumáticas sobre la vida del niño y del futuro adulto, que bien merece la pena en este sentido pecar de cautos antes que de incautos, y proveer al niño de la atención y la exploración psicológica que merece en favor de su protección.

Así, conviene que todos sepamos qué es lo que tenemos que observar y qué manifestaciones emocionales, cognitivas o conductuales deben llamar nuestra atención. En un primer momento, son observables en el niño abusado las siguientes manifestaciones; y todas ellas deberían, en sí mismas, ser suficientemente indiciarias como para detonar la alarma y merecer de un adecuado proceso de evaluación a manos de un profesional:

  • Sentimientos de ira, angustia, tristeza, apatía y desesperanza que aparentemente no se relaciona con ningún hecho objetivo e identificable en la vida del menor.
  • Conductas extravagantes o estereotipadas, de naturaleza sexualizada que no se corresponden de manera normalizada con la etapa madurativa del menor. La sexualidad les es revelada como una forma válida de ser provistos de afecto, cuidado y seguridad; y por lo tanto las conductas sexualidades también a formar parte de su repertorio conductual con idéntica función.
  • Cambios abruptos en sus reacciones emocionales y filológicas: ataques de pánico, reacciones de ira viscerales o, por el contrario, excesivo retraimiento y aislamiento.
  • Proyección simbólica de esas experiencias traumáticas, al no disponer el menor de otra vía de expresión más allá que la proyectiva. Por ejemplo, representación de figuras fálicas o insistencia en el trazo de genitales, otras áreas corporales u otros atributos u objetos considerados amenazantes a través de la realización de cualquier dibujo libre.
La protección a la infancia debe ser algo sagrado
  • Adopción de una posición de sumisión, indefensión y miedo frente a sus figuras de cuidado, especialmente si es de parte de alguna de ellas de quien proviene el abuso: sumisión en lo emocional pero también representada a través de las posturas físicas que el menor adopta cuando es manipulado de cualquier manera por un adulto (para lavarle, curarle, acostarle…).
  • Aparición continuada de síntomas fisiológicos aparentemente habituales en un menor pero que se suceden en el tiempo de manera intermitente: dolor de estómago, dolor de cabeza, dificultades para dormir…
  • Aparición de verbalizaciones preocupantes que reflejan malestar, desesperanza, ansiedad y odio focalizado hacia su cuerpo.
  • Verbalizaciones que denotan baja autoestima y desprecio hacia sí mismos.
  • Conductas auto lesivas como cortaduras, golpes, quemaduras o incluso pequeñas mutilaciones auto infringidas.
  • Experiencias disociativas en las que el menor parece estar como absorto, en otro mudo, alejado de sí mismo, como mecanismo de defensa básico para paliar el dolor y el impacto emocional del abuso.

Cualquiera de estos síntomas debe llevarnos a preocuparnos por el menor, interesarnos por los ámbitos de su vida en los que puede estar sufriendo, creer sus palabras, atender su dolor y acompañarle a ser evaluado ante un profesional especializado. En caso de confirmarse el abuso y además de la ayuda profesional especializada que el niño reciba, quienes sean responsables de su cuidado también recibirán pautas acerca de cómo tratar el tema con el menor en función de su etapa de desarrollo, de qué manera proceder a su reeducación en lo sexual y cómo transmitirles de nuevo esa seguridad y confianza que necesitan depositar sobre su entorno y, en general, sobre el mundo en el que viven.

Ana Villarrubia

Psicóloga, terapeuta de pareja. Dirijo el centro sanitario ‘Aprende a Escucharte’ y colaboro en medios. Me interesan las personas: cómo actuamos y cómo nos relacionamos.

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