La familia, como primera instancia de socialización, se asienta sobre una serie de supuestos fundamentales. De inicio, se da por sentado que papá y mamá proveerán a sus hijos de un entorno seguro, y que ese será el escenario adecuado para que construyan una sana autoestima y una óptima robustez psicológica. Todos los mimbres que garantizan el cuidado nuclear de los hijos se pierden cuando los niños se despiertan, de la noche a la mañana, en un país en guerra.
¿Cómo se le habla a un niño de aquello que ni siquiera nosotros podemos entender? ¿Cómo se le expone una visión cálida del mundo cuando el mundo, de facto, acaba de demostrarnos que la barbarie es posible y no tiene límites?
Sobre las madres y las abuelas ucranianas recae la responsabilidad de explicarles a sus hijos lo que está pasando, por qué han de huir de sus casas y por qué han de despedirse de sus padres. El niño mira a mamá y hace preguntas que a ella le desgarran, pero para las cuales el pequeño necesita respuesta.
Ya en Madrid, después de un intenso periplo de 6 días viajando por Europa, una mujer ucraniana me narraba la nueva realidad a la que hacía frente; ahora pendiente de la llegada de otros familiares y con el por qué constante de sus hijos como banda sonora. “Mi hijo de 14 años ya ha aprendido a distinguir entre distintos tipos de armas, y el de 12 no hace más que preguntarme por qué no podemos estar con papá”.
El niño busca en mamá todas las respuestas que necesita para procesar su realidad y, de no obtenerlas, rellena cada vacío de información con aquello de lo que dispone, la fantasía. Por ello, maquillar el relato de la guerra puede llegar a ser contraproducente, un impulso falsamente protector. Estos son, en esencia, los puntos de partida para abordar esta difícil situación:
Para explorar cuál es el relato que el niño está construyendo, y cuáles son sus miedos y sus inquietudes. Escuchar es atender a lo que dice, pero también a lo que no dice, a cómo lo dice.
Todo sin obviar ninguna de las múltiples formas de expresión que caracterizan al niño y que pueden ser tan reveladoras o más que la palabra. Como aquello que proyecta a través de la interacción con los demás, a través del juego simbólico o a través del dibujo.
El momento para hacerlo es precisamente cuando el niño pregunte, o cuando percibamos su confusión. Responder no es traumatizar, es permitirle entender cuáles son las reglas del mundo que le rodea y cómo, a veces, pero solo a veces, el propio mundo se salta sus propias reglas.
Hemos de ajustar el discurso a la edad del niño, por supuesto, y ofrecer las explicaciones más sencillas y comprensibles, pero sin dejar de ser veraces.
“Por ahora no puedo responderte a eso, pero te prometo que buscaré la forma de hacerlo”. Reconocer que, por desgracia, no disponemos de toda la información, pero que hacemos lo mucho o poco que está en nuestra mano hacer.
Que vamos tomando decisiones en función de lo que se nos va poniendo por delante es la forma más auténtica de facilitar la flexibilidad cognitiva y aumentar sus umbrales de tolerancia a la incertidumbre.
Emocionarse no es sinónimo de ser débil o frágil. Al revés, es una ocasión extraordinaria para que el niño imite sanas formas de ventilación emocional, para que aprenda a identificar y canalizar sus emociones, para que adquiera herramientas de autorregulación y de contención.
Ni es cierto que regresaremos a nuestra vida mañana ni tampoco cabe aceptar que nuestras aspiraciones han muerto para siempre. Estamos juntos, haremos hogar allá donde vayamos, nos dejaremos ayudar, pelearemos por volver a estar unidos.
No puedo ofrecerle al niño una planificación exacta, pero sí una serie de certezas básicas con las que sí puede contar.
La ola de solidaridad internacional, los millones de personas sintiendo con el pueblo ucraniano y queriendo acompañarlos y respaldarlos; los voluntarios en las fronteras, las pequeñas o grandes soluciones que nos van proporcionando en el día a día… Eso también forma parte del mundo en el que les ha tocado vivir.
A partir de aquí, la inmensa capacidad de adaptación de los niños y su manera de centrarse con facilidad en el presente y ocuparse con lo que tienen delante los hace sencillamente sorprendentes. Mientras, a los adultos, tendemos a enredarnos con más agonía o en el pasado o a proyectarnos con más ansiedad hacia el futuro.
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