Gracias a Daniel Levinson hoy entendemos lo que implica esto de la ‘Crisis de los 40’. Este psicólogo neoyorkino fue, en los años 60, uno de los primeros en poner el foco de atención sobre el desarrollo psicológico en los adultos (y no solo en la infancia), algo inédito hasta el momento y fundamental en las sociedades cada vez más envejecidas en las que hoy convivimos. Y fue también el autor de la llamada Teoría de la Estructura de la Vida (1986), de donde se desprende el famoso concepto de ‘Crisis de los 40’.
¿Si no existen dos vidas iguales, qué sentido tiene hablar de una supuesta crisis que nos “afectaría” a todos por igual en el mismo periodo vital? Cada uno de nosotros escogemos cómo vivir la nuestra y eso implica que, a lo largo de muchos años, vamos haciendo las elecciones que consideramos oportunas en base a las posibilidades que se nos van poniendo delante. Sin embargo, sin perder la esencia de nuestra genuina impronta, lo cierto es que el ambiente social y cultural en el que nos desarrollamos también ejerce una considerable influencia sobre la organización de nuestra vida. Nos va marcando unos ritmos que, en cierto modo, sí son comunes a todos los que vivimos bajo el paraguas del mismo ambiente físico y social.
Encontramos, por tanto, similitudes estructurales entre la vida que nosotros hemos escogido vivir y las vidas de otros con los que coincidimos social y situacionalmente en un mismo escenario normativo y cultual. Sabemos que tenemos una personalidad irrepetible, ya que interpretamos de manera única todo el conjunto de elementos que componen nuestra vida (desde el sentido de la misma hasta la lectura que hacemos de los pequeños sucesos cotidianos) pero seguimos a la vez un mismo esquema vital general, suficientemente amplio y flexible como para dar cabida a muchas y muy variadas opciones.
Y no en vano, la ‘crisis de los 40’, o la ‘midlife crisis’, es uno de los males a los que hemos de hacer frente. Según Levinson concluye, como resultado de años de investigación en las prestigiosas universidades de Harvard y Yale, existen 5 periodos vitales diferenciados entre los cuales la transición se vive como una especie de crisis adaptativa o ‘stage crisis’ como él la denomina (pre adultez, adultez temprana, adultez media, adultez tardía y adultez muy tardía). Levinson entrevistó exhaustivamente sobre sus vidas a cientos de hombres y mujeres de entre 35 y 45 años y encontró que entre las etapas de adultez media y adultez tardía, donde se sitúa el punto medio de la trayectoria vital de las personas, se producía un significativo cambio de enfoque.
Es verdad que ha llovido mucho desde que se condujeron estas investigaciones y tienen razón muchos de quienes las critican por estar excesivamente sesgadas por la moral más convencional de las clases acomodadas de la época (cuando una vida plena se asociaba a una vida en la que estamos llamados a formarnos como buenos profesionales, casarnos, convivir, tener hijos, etc.). Pero lo que no es cuestionable es que también hoy, alrededor de los 40, empezamos a experimentar la vida desde otro punto de vista que rara vez es agradable y no siempre encajamos sin dolor.
Resulta que la vida no se observa desde la misma perspectiva a partir de los 40 (aproximadamente, por supuesto). El cuerpo no se siente de la misma manera y la cabeza nos manda también señales hasta el momento desconocidas. Es posible que no dejemos de ser jóvenes físicamente pero sí nos desprendemos de la juventud subjetiva. Los 40 no nos llevan directamente a la consulta del psicólogo o al concesionario de Mercedes a llenar impulsivamente un vacío existencial, pero todo lo que nos ocurre alrededor de esta etapa vital que no sabemos cómo resolver sí que lo hace.
Porque a esta etapa procede pasar por ciertos procesos de análisis que no siempre dan lugar a conclusiones placenteras. No es casualidad que hacia esta edad se nos ocurra hacer balance de media vida, nos dé por reflexionar sobre si hemos alcanzado o no las expectativas que teníamos o nos apetezca analizar nuestra carrera profesional.
Alrededor de los 40 tendemos a mirarlo todo con lupa: desde el trabajo que tenemos hasta la familia que hemos construido, pasando por las relaciones que hemos tejido (o perdido) por el camino. No sentimos malestar por el simple hecho de tener 40 pero sí por la tristeza de lo no resuelto, la ansiedad de lo que se nos antoja imposible y los conflictos acumulados. Y también es habitual que entorno a esta edad la vida nos sacuda con el duro golpe de la pérdida de aquellos con quienes, hasta ese momento, contábamos convivir para siempre.
En medio de este panorama, o tenemos un buen entrenamiento previo y sabemos afrontar adaptativamente todo lo que nos venga, o bien es probable que necesitemos ayuda para salir del paso y elaborar esta transición. Quien no se da cuenta de esto es probable que trate de escapar (en vano) del síntoma y temporalmente crea que lo puede sepultar bajo la ilusión del vacío que llena con algo material, que no es más que un ejemplo de zurcido habitual de la autoestima herida. Se dice que el hombre, a quien habitualmente le cuesta mas expresar sus emociones y comunicar sus dificultades, lo vive de manera más intensa.
En cualquiera de los casos, las recomendaciones que mejor funcionan para sobrellevar el malestar asociado a una nueva etapa de desarrollo personal no varían en función del género (y son varios los enfoques que puedes tratar de adoptar antes de caer en el absurdo de personajes como el cuarentón que retrata Judd Apatow en ‘This is 40’- ‘Si fuera fácil’):
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