En pleno cenit de las desgracias vividas en los últimos años, quien más y quien menos se contempla a sí mismo lamentándose con demasiada frecuencia. Quizá han sido demasiadas crisis (pandemia, crisis económica, guerra de Ucrania, inflación disparada…) O quizá, simplemente, hayan sido demasiado seguidas. El hecho es que vivimos momentos en los que todos podríamos usar un poco de ayuda, si quiera en forma de benevolencia hacia nosotros mismos. Hablamos de la autocompasión, un sentimiento complicado de encajar y que nos llena de ambivalencia, al hacernos dudar sobre su adecuación para nuestra propia persona. ¿Es bueno sentir autocompasión o, por el contrario, debemos verla como un gesto de debilidad?
Aunque dicen que el que no se consuela es porque no quiere, el arte de desahogar a los demás parece más sencillo que el de consolarse a uno mismo. De hecho, no todo el consuelo pasa por ayudar a los demás. También existe el fenómeno de la autoayuda, que bien puede tomar forma de autocompasión cuando nos aplicamos el consuelo a nosotros mismos durante las malas rachas o, simplemente, en esos días malos que todos tenemos, y en los que confluyen pensamientos e ideas pesimistas pasados por el filtro de la subjetividad.
Se parecen mucho, pero la autocompasión y la autoayuda no son exactamente lo mismo. La autoayuda, esa que abunda en los bestsellers de todas las librerías, se refiere a la determinación de abordar una serie de comportamientos y actitudes encaminados a la mejora personal, a través del cambio. A este cambio se llegará mediante la exploración de los diferentes recursos disponibles para que este tenga lugar; empezando por los personales.
Por ello, todo ejercicio de autoayuda dará comienzo necesariamente por una reflexión introspectiva en la que nos hagamos distintas preguntas. Por ejemplo: ¿qué me pasa?, ¿tengo razones objetivas para sentirme así? o ¿qué puedo hacer para cambiar mi situación, empezando por mí mismo? Cuando se habla de autoayuda suele hacerse en términos emocionales, y por eso tiene que ver con la autocompasión.
La autocompasión, por su parte, podría ser una forma de autoayuda; uno de esos pasos necesarios para la mejora personal. Sería, por decirlo de alguna manera, como aplicarse la tirita a uno mismo al descubrirse herido. O como darse permiso uno para sentirse vulnerables o dolido. Visto así, ¿por qué nos cuesta tanto dejarnos llevar por la autocompasión en nuestra propia persona?, ¿por qué a menudo la reservamos como uno de esos sentimientos tan íntimos como secretos?
Cuando consolamos a los demás no solemos entrar en juicios de valor sobre lo que le ha pasado a esa persona o sobre por qué está así, y si sus sentimientos están o no justificados. Por el contrario, si una persona llora o necesita nuestro apoyo, simplemente se lo proporcionaremos inmediatamente y sin hacernos preguntas. Estas podrán venir después, pero casi todos reaccionaremos con empatía hacia el dolor ajeno. Sin embargo, no sucede así a la hora de consolarnos a nosotros mismos.
Actualmente se sabe que la autocompasión es una variable no presente en todas las personas. Éste fue, de hecho, el punto de partida de un estudio llevado a cabo por la unidad de The Event Lab de la Universidad de Barcelona, integrada por un equipo multidisciplinar que utiliza la realidad virtual para definir problemas complejos de índole psicológica y neurocientífica.
Su director, Mel Slater, explica lo siguiente: “En algunos casos las personas son excesivamente críticas y exigentes consigo mismas, hecho que les hace tendentes a la depresión, además incapaces de manifestar compasión hacia sí mismas, a pesar de que sí puedan expresarla hacia otras personas”.
Su estudio, con un grupo de mujeres de este perfil, pretendía emplear la realidad virtual para fomentar la autocompasión, y así lo consiguió: “La idea era lograr que, en un primer paso del experimento, dieran consuelo a una persona virtual, adquiriendo después ellas mismas, en una segunda fase, ese mismo cuerpo idéntico al que habían consolado, con el fin de comprobar si se autoplicaban también a sí mismas la compasión recién expresada para el otro”.
El objeto diana de consuelo era un niño llorando y se observó que una vez habían consolado al pequeño y se transferían posteriormente a él (en lo virtual), sentían una mayor compasión que en los casos en los que simplemente percibían la situación como testigos externos desde fuera. Y todo sin adquirir la identidad virtual del niño. Aunque el estudio se realizó con mujeres, el Doctor Slater no establece diferencias en cuanto a género, exportando estos mismos resultados en el caso de hombres.
La tecnología aplicada en este tipo de experimentos, mediante el empleo de cascos y trajes monitorizados que alteran la percepción y crean una realidad virtual, supone un avance con el que poner en relieve cómo varían los comportamientos y las actitudes hacia uno mismo y los demás en función de la autopercepción. Al fin y al cabo, todos vamos a necesitar consuelo en algún momento. Y si bien la autocompasión nos conviene a todos en momentos puntuales, ya que es un indicador de que funcionamos bien a nivel de empatía, en exceso también puede resultar un auténtico lastre.
Recordemos que, al fin y al cabo, la autocompasión no es sino sentir pena por nosotros mismos. Pero cuando la lástima hacia nuestra propia persona, en lugar de ser puntual y bajo una mirada benevolente, se cronifica, aparecerán los problemas. El primero de ellos será la falta de autoestima, y el segundo, probablemente, será caer en un victimismo poco realista y que además resulte muy molesto para los demás.
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