¿Está la juventud desbocada después de la pandemia?
Debemos hacer examen de conciencia sobre las escenas incívicas e incluso violentas vividas este verano.
Hemos asistido en los últimos meses, y muy especialmente en este periodo estival, a un aluvión de desagradables noticias en relación con los incumplimientos de las normas a distintos niveles. Protagonizados eminentemente por jóvenes (aunque no solo). Playas y discotecas abarrotadas de gente sin mascarilla o macro fiestas ilegales; y hasta macro botellones que han degenerado en peleas multitudinarias y enfrentamientos masivos y armados contra la policía en las no fiestas de distintos municipios.
Las imágenes son de vergüenza ajena. Con la estampa en mente de miles de jóvenes enfrentándose a las fuerzas de seguridad de manera salvaje con tal de continuar bebiendo en la calle, cabe preguntarse: ¿cómo se explica esto? La prohibición de hacer botellón en la calle viene de lejos. Nunca se habían presenciado escenas tan animales y que tan mal hablan de nuestros valores y de nuestros códigos sociales.
La pandemia no tiene la culpa de todo
Lo cierto es que las cifras no son aún excesivamente claras, pero sí que parece que, al menos de manera transitoria, algunos tipos de comportamientos violentos han proliferado de manera exagerada e incompresible. ¿Qué nos está pasando? ¿Es necesario alarmarse? Como poco, tenemos la responsabilidad de detenernos a analizarlo. No solo para encontrar explicaciones, que las necesitamos, sino también para hallar soluciones.
Si bien la pandemia no tiene la culpa de todo, sí es acertado atender a las derivadas de la pandemia para explicar multitud de fenómenos que parecen habernos transformado, al menos en parte, a nivel psicosocial. En primer lugar, es imprescindible tener en cuenta que durante muchos meses fuimos una sociedad unida, como nunca antes lo habíamos sido, unida por los mismos miedos y también por las mismas limitaciones.
Muchas personas se han bajado del carro y han decidido vivir de espaldas al COVID
Es tan triste como obvio que aquel cordón invisible de empatía que nos acercó ha dejado de ser efectivo cuando hemos dejado de estar todos en el mismo barco. Parece que hemos pasado de la solidaridad a la competición o la polarización. Seguramente todas las decepciones y las expectativas frustradas han hecho que muchas personas se hayan bajado del carro y hayan decidido vivir de espaldas al COVID, con absoluta desafección a las normas. Quizá perdieron la confianza en las instituciones, quizá también sufrieron los estragos del hartazgo y de la fatiga pandémica, pero no sé si se dan cuenta de que, con su actitud rebelde y negligente, nos desprotegen a todos.
Pero, busquemos más piezas del mismo puzle, porque una no basta para explicar tanto comportamiento antisocial. Durante mucho tiempo nuestros mecanismos de autorregulación no necesitaron activarse. Las limitaciones venían de fuera, impuestas a la fuerza. Tanto control externalizado nos ha tenido contenidos, pero no necesariamente convencidos con la suficiente pedagogía.
Son muchas las personas que se han lanzado al desenfreno
El control externalizado es eficaz mientras se impone con firmeza. Pero no nos dota, per se, de las herramientas internas necesarias para el autogobierno de nuestro comportamiento. En el momento en el que se han abierto las restricciones, son muchas las personas que se han lanzado al desenfreno, como queriendo compensar de modo infantil todo el “tiempo perdido”, lo no vivido, incurriendo en comportamientos imprudentes a todos los niveles – hasta la DGT parece haberlo constatado con el aumento de multas por velocidad – y forzándose incluso la desinhibición en el consumo de alcohol y otras sustancias.
En todo este contexto, y para dar rienda suelta a deseos eminentemente hedonistas, nos hemos creído quizá que nos merecíamos más de lo que podíamos tener. Y sí, por supuesto que lo merecemos, pero ni tan pronto ni a costa de la salud del de al lado. Se nos ha olvidado que nuestra libertad no puede por menos que estar condicionada por una emergencia sanitaria global y, sobre todo, que termina allí donde empieza la de quien tenemos en frente.
Se ha señalado a los jóvenes porque están en edades más inmaduras
Ese egocentrismo nos ha llevado a una especie de falta de respeto generalizada por las figuras de autoridad – todos ellos, por cierto, testigos de excepción y víctimas de todos nuestros excesos – y, también, por qué no decirlo, nos ha hecho exhibir una falta de valores que, como sociedad, bien debería escandalizarnos. Hablo en plural y en primera persona porque creo que la autocrítica generalizada es necesaria. Pero, si se ha señalado a los jóvenes en mayor medida es también porque son ellos los que están en edades más inmaduras.
En las que el individualismo rige sus esquemas sobre el mundo. Y en las que la anticipación de las consecuencias de los propios actos está menos entrenada. Empujar los límites está a la orden del día y la elevada impulsividad dispone de menos herramientas intrínsecas de control. También hablamos de etapas vitales en las que el grupo de iguales cobra especial relevancia y, con ello, tanto la presión grupal como el efecto de la responsabilidad diluida en la masa también conducen a comportamientos más contrarios a los principios con los que supuestamente hemos sido educados y socializados.
Debemos educar a los jóvenes en valores tan imprescindibles como la solidaridad
Así las cosas, no trivialicemos nada de lo que está pasando, no dejemos de hacer examen de conciencia. Y, sobre todo, no permitamos que estas tendencias con explicaciones circunstanciales den paso a patrones de comportamiento más estructurales a largo plazo. El momento de reconducir la tendencia es este y no otro.
La solución pasa por el análisis humilde del propio comportamiento, por actuar con más empatía y menos egoísmo, por entrenar la autorregulación y la paciencia y, por supuesto, por la educación en valores tan imprescindibles como la solidaridad, el respeto al prójimo y el respeto de la convivencia.