Los datos son alarmantes. Según la Fiscalía General del Estado, en el año 2018, solo en relación comparativa con lo acontecido en el año anterior, aumentaron un 23,21 % los delitos contra la libertad sexual, hubo un 83,54 % más de delitos de abuso sexual con acceso carnal, aumentó un 25,54 % los delitos de abuso sexual a menores de 16 años, se incrementó en un 40,48 % el porcentaje de delitos de agresión sexual a menores de 16 años, y un 54,72 % los delitos de violación a menores de 16 años.
Y otro dato trascendental: aumentaron un 60,67 % las denuncias de adolescentes por acosos sexual telemático, a través de Internet y mediante redes sociales. En paralelo a ello aumentaron también, como no podía ser de otra manera, los delitos por tenencia de pornografía y corrupción de menores.
La violencia sexual es un tipo de delito deplorable en tanto en cuanto supone una amenaza hacia la integridad tanto física como psicológica de quienes la sufren, y supone un grave atentado contra su dignidad. Por su propia naturaleza, el delito sexual se ejerce en la clandestinidad y, por ello, sabemos que, aún a día de hoy, gran parte de abusos y agresiones sexuales quedan ocultos tras el silencio de las víctimas y la impunidad de los agresores.
Que nadie se atreva a juzgar tal silencio, que a pesar de ser pernicioso tiene mucho de sana autocompasión: el miedo a no ser creídas, la desconfianza en el sistema o en la utilidad de la denuncia, el pudor y la vergüenza frente a los seres queridos, el deseo por olvidar y reprimir un dolorosísimo recuerdo, la exposición al agresor, la temible revictimización o la exposición a un humillante y deplorable juicio social son algunas de las principales razones por las que las víctimas, en su mayoría mujeres adolescentes o adultas (también niños y niñas si entrásemos a contemplar esas otras formas de deleznable violencia sexual ejercida contra los menores, que en muchas ocasiones tienen lugar en el propio ámbito familiar) optan por vivir su tormentoso calvario en la más hermética intimidad, y no dan el paso de denunciar los hechos de los que han sido víctimas.
¿Qué está pasando? ¿Se denuncia más y por lo tanto es algo de lo que incluso debemos jactarnos pues teóricamente debería reflejar que caminamos hacia una sociedad menos tolerante con la violencia sexual? ¿O debemos llevarnos las manos a la cabeza por que lo que ocurre es que los agresores y abusadores se han multiplicado?
Quienes, a causa de nuestra profesión, convivimos muy de cerca con las víctimas de este tipo de delitos y vivimos especialmente sensibilizados con esta cuestión, compartimos una explicación casi unánime: ambas cosas son ciertas, se denuncian con mucha mayor frecuencia las agresiones sexuales, porque aumenta la confianza en la utilidad de las denuncias y mejora el acompañamiento a la víctima, pero también parece que este tipo de delitos están aconteciendo con mayor frecuencia, especialmente en esa modalidad agravada en la que la agresión se convierte en un circo en el que participar en grupo y del que luego uno puede y debe jactarse. Como decíamos antes, es cierto que el carácter clandestino de la comisión de este tipo de delitos deja miles de historias fuera de las estadísticas, pero, desde otro punto de vista que no contemple una explicación compleja y multifactorial, lo que está sucediendo hoy en día con la proliferación de manadas y agresiones grupales no sería ni tan siquiera explicable.
Algo estamos haciendo bien si al conjunto de la sociedad le llega el mensaje de que las denuncias sí son útiles y a las víctimas se les ofrece el apoyo y la ayuda psicológica necesaria para que transite a través de todo el periplo policial y judicial al que no tiene más remedio que exponerse. Pero, por otro lado, algo estamos haciendo vergonzantemente mal cuando las agresiones y las violaciones en grupo proliferan hasta el punto de que parecen estar normalizándose y cuando el acoso a través de las redes se ha convertido en una práctica habitual entre los menores que muy a menudo surge en los centros educativos, pero que perpetúa el acoso mucho más allá de las aulas. Entre algunas de las muchas cosas que potencialmente estamos haciendo mal podemos identificar algunas de las siguientes realidades flagrantes:
Los chavales que hoy son adolescentes o tienen menos de 20 años son más machistas que los adultos, aún jóvenes, de las generaciones que les preceden de manera inmediata. Lo apuntan desde el año 2017 con claridad los informes trimestrales del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género con sede en el Consejo General del Poder Judicial. Es una realidad que en el entorno social y cultural en el que se forman nuestros jóvenes se estereotipan notablemente los roles de género y destaca la cosificación de la mujer, se tergiversan los principios básicos que deben regir toda relación sentimental entre dos personas y el amor se confunde con el control y la posesión.
La educación afectivo sexual sigue siendo hoy en día una asignatura pendiente; a la que, por cierto, parece que no queremos concederle la importancia que tiene en la construcción de una sociedad respetuosa, justa e igualitaria. Niños cada vez más pequeños, ni siquiera pre adolescentes, acceden a pornografía en la red de manera indiscriminada, sin ningún tipo de filtro, y aprenden que las relaciones entre hombres y mujeres están mediadas por la violencia, al tiempo que normalizan toda una serie de prácticas sexuales que no solo son irreales sino que además contribuyen a formar una idea de la relación sexual absolutamente distorsionada en la que la mujer supuestamente disfruta al ser dominada y vejada, y el hombre la maneja a su antojo en busca de una despiadada y casi sádica forma de placer sexual.
Existe un claro y grave problema de educación en valores. Quizá alimentado por las dos situaciones que acabamos de describir, por ese caldo de cultivo machista y esa falta de educación afectivo sexual, pero no solo. Porque, trastornos psicológicos y personalidades maliciosas a parte, con unos principios educativos mínimos y la adquisición de sanos esquemas cognitivos acerca de uno mismo, de los demás y del mundo que nos rodea, la inmensa mayoría de los ciudadanos estaríamos protegidos frente al riesgo de convertirse en potenciales agresores sexuales o en observadores pasivos de la violencia sexual. Y hablamos aquí de valores que, por supuesto, la sociedad ha de promover, pero en los que la familia, como primera instancia de socialización, debe encargarse activamente de inculcar a las nuevas generaciones. ¿Se nos ha olvidado esta responsabilidad?
Se hace necesario rediseñar algunos procedimientos y protocolos judiciales y penitenciarios. Para minimizar o evitar el riesgo de victimización o retraumatización emocional en las víctimas, para adaptar los procedimientos, en la medida de lo posible, a las necesidades emocionales de las víctimas (por ejemplo, evitando la repetición de las declaraciones) y para dotar de un mayor peso a los informes de los profesionales de la salud mental que pueden emitir un dictamen ajustado acerca del pronóstico de reinserción de los agresores.
Faltan medios para el tratamiento de los delincuentes sexuales y medios y formación a los profesionales que directa o indirectamente están en contacto tanto con los autores como con las víctimas de violencia sexual. Y esto no es una crítica ni al sistema judicial ni al sistema policial ni mucho menos al sistema sanitario. Es un reclamo que médicos, enfermeros, psicólogos, trabajadores sociales, funcionarios judiciales, abogados y hasta jueces y fiscales han hecho público en más de una ocasión, aunque quizá de manera excesivamente tibia por parte de algunos de estos colectivos. Falta formación especializada como también faltan medios para lograr una serie de hitos que son imprescindibles:
Son muchos los frentes abiertos, pero también están bien identificadas y contrastadas cuáles son las líneas a seguir para acabar con la lacra de la violencia sexual, desde el acoso hasta la violación. Sí, faltan medios, como siempre se dice, pero en este caso disponer o no de los medios parece más bien una cuestión de voluntad.
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