Recuerdo, en los meses más duros de la pandemia, que muchos programas de televisión terminaban sus emisiones con evocadoras estampas de naturaleza. Puntos estratégicos de la geografía española, estampas de destinos bucólicos o, simple y llanamente, con conexión en directo de cualquiera de nuestras costas. Allí donde se entremezclaba el sonido del mar con el mecer de las olas.
No existe una relación mágica entre naturaleza y bienestar. Pero sí están ampliamente demostrados los efectos apaciguadores o sanadores que sobre el ánimo tiene la conexión con la esencia y con lo natural. Bastan un rato de evasión o un paseo energizante fuera del entorno urbano para que disminuyan los niveles de estrés y sintamos que el tiempo se aprovecha de manera distinta. Que el ritmo del día a día se comporta de manera menos frenética.
Es una sensación subjetiva pero también el resultado de una contrastada relación entre la desconexión natural y el descenso de los niveles de cortisol. Hablamos de la conocida hormona del estrés que, cuando no es adecuadamente regulada, cada día nos intoxica un poco más hasta hacernos enfermar y desarrollar problemas de ansiedad. Numerosos estudios de distintas universidades lo han demostrado científicamente a lo largo de los últimos años.
En el sentido inverso, la privación de esos espacios de esparcimiento y bienestar durante tantos meses de confinamientos domiciliarios, confinamientos perimetrales y limitaciones de movimiento, han resultado ser nefastos para nuestro bienestar psicológico. Otro de los efectos colaterales de esta dichosa pandemia que todo lo ha trastrocado.
Seamos pragmáticos y leamos todo esto en clave de aprendizaje, es la mejor actitud posible ante esta crisis generalizada. Aprovechemos estas excepcionales situaciones que nos ha tocado vivir para integrar nuevos hábitos de vida, más saludables. Aprovechemos para entender qué es lo que nos viene bien y a lo que, por lo tanto, hemos de poder acercarnos más. También aprovechemos para tomar conciencia de qué es lo que no nos viene tan bien y que, en consecuencia, tenemos la responsabilidad de poder evitar convenientemente.
No hay duda de que aquellos que ya disfrutaban de la naturaleza antes de la pandemia se resintieron especialmente en los meses de encierro. Lo hicieron por la sensación (obvia) de privación de libertad y por la imposibilidad de recurrir a estar en contacto con la montaña, hacer deporte o disfrutar del aire libre. Unas estrategias que habitualmente les habían resultado útiles para desconectar de las preocupaciones cotidianas y para aliviar la carga emocional acumulada.
La siguiente ha sido una queja constante en las sesiones en consulta, primero telemáticas y luego presenciales. Una queja derivada de esta extraña forma de vida a las que no hemos tenido mas remedio que adaptarnos en las ciudades. “Me ahogo sin salir de ruta en bici”; “Paradójicamente, desde que no salgo a correr estoy más cansado y mentalmente embotado”; “Tengo el cuerpo y la mente oxidados”, etc.
Pero, no solo las personas cuyas rutinas incluían la montaña, el verde y el fluir de los elementos han echado en falta la naturaleza como entorno sanador. Efectivamente, hemos observado cómo ha brotado en muchos urbanitas un nuevo impulso. Una especie de deseo o, más allá, la sensación de necesitar de un desahogo mediante la contemplación de la naturaleza. El contacto con el aire puro, el senderismo o el descubrimiento de campos, lagunas y parajes que hasta este momento eran desconocidos, se han hecho importantes a pesar de tenerlos a unos pocos kilómetros de nuestras casas.
La naturaleza representa para el ser humano, tanto en lo simbólico como en lo práctico, la máxima expresión de la libertad. Y es precisamente esa la verdadera repercusión de todo lo que hemos tenido que dejar de hacer y dejar de disfrutar a consecuencia de esta emergencia sanitaria.
El contacto con el aire libre nos proporciona un balón de oxígeno insustituible. Por ello, al no poder hacer uso de él en una situación de encierro real, muchas personas han tenido la sensación de vivir emocionalmente aprisionados y vitalmente bloqueados. Eso explica por qué, de manera intuitiva y espontánea, recurrir a los espacios abiertos se ha convertido ahora una tendencia. Algo que comparten muchas personas en este nuevo proceso de búsqueda de equilibrio y de mejora del estado emocional después de la finalización del estado de alarma. Los escandinavos han llamado friluftsliv a esta tendencia a la conexión con la naturaleza que se ha convertido prácticamente en toda una filosofía de vida.
Y, además de buscar una mayor conexión con el entorno, ¿qué más puedo hacer para seguir emocionalmente a flote en este contexto tan incierto?
Llegados a este punto no solamente arrastramos la sensación de haber perdido el control de nuestras vidas. También nos encontramos en un momento vital en el que muchas de las decisiones que antes eran nuestras han pasado a formar parte del ámbito decisional de terceros. Mucho de lo que antes estaba en nuestra mano gestionar ahora nos han dejado a un lado. Se apela a nuestra responsabilidad, cierto, pero al mismo tiempo esta viene regulada fuera de nuestro terreno o de nuestras parcelas de autonomía, como nunca lo había estado.
Por eso estamos trabajando a nivel psicológico todos los efectos de la fatiga pandémica; la desregulación emocional y la convivencia con la incertidumbre desde el siguiente enfoque. Centrémonos más que nunca en el hoy y en el ahora; identifiquemos cuáles son las pequeñas cosas del día a día que sí dependen de nosotros; y gestionémoslas con iniciativa y con la mayor determinación posible.
La fórmula es la siguiente: hagámonos cargo del 100% de lo que esté en nuestras manos gestionar (aunque ello suponga gestionar el 100% de un 1%). Es decir, aceptemos que algunas cuestiones quedarán, de manera necesaria, para más adelante; pero comprometámonos con nosotros mismos y con los nuestros para que todo aquello que se ha dejado de hacer sea pospuesto y no abandonado, aunque aún sin fecha fija en el calendario. Permitámonos un tiempo de reflexión y utilicémoslo para extraer aprendizajes. Esos que nos puedan ser útiles en el medio y largo plazo. Todo puede resumirse de la siguiente manera: aceptación, compromiso, flexibilidad y apertura al cambio.
Y, en este sentido, no hay duda de que la actitud más adaptativa posible pasa por mirar a nuestro alrededor con una óptica diferente; con una mirada que ponga en valor todo lo que antes o bien dábamos por sentado, o bien pasaba desapercibido. Por supuesto que hablamos aquí de cualquier estímulo físico del entorno. Entre ellos, la luz y todo lo que nos hace vibrar a través de los sentidos es especialmente relevante para mantenernos activos. Pero, además, incluyo también todo lo que suponga estar en contacto con el entorno social. Porque hablamos de mantenernos enganchados a la vida, y eso significa estar en contacto con todo lo que nos mueve y con todo lo que trasciende a nosotros mismos.
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