A partir de los dos años de edad, aproximadamente, los niños empiezan a cortar el cordón umbilical que les mantenía extraordinariamente unidos a su figura de apego, y empiezan a interiorizar que esa relación de dos puede transformarse en una reconfortante y enriquecedora relación de tres sin que ello suponga peligro. Es decir, sin sentir que con ello su figura y referente se aleja de él o le abandona. Más bien sucede lo contrario, en este proceso de ampliación de su red de referentes, los niños enriquecen sus construcciones y representaciones mentales, fortalecen su identidad y refuerzan la satisfacción de su necesidad de ser amados.
Que sea la mamá la que ostente el rol de figura de apego, la que ejerce eso a lo que, de hecho, los psicólogos nos referimos como “la función materna”, suele ser lo más frecuente. Nada tiene que ver con que el padre no quiera involucrarse, no sea importante o no cuente para el niño, esto es así porque tanto las características biológicas de la maternidad como la estructura social en la que vivimos, facilitan que sea la madre quien ocupe ese papel, quien pase más tiempo con su hijo y por lo tanto es ella quien más seguridad le transmite.
No en vano, la figura de apego nace necesariamente de lo incondicional y es la madre quien puede proporcionar la niño con más facilidad la disponibilidad incondicional (solo en los primerísimos meses de vida), el afecto incondicional, la seguridad incondicional y la protección incondicional.
Sin embargo, papás y mamás son importantes por igual en todo el proceso de desarrollo de su hijo. O, para ser más exactos, porque no siempre hemos de hablar de papás y de mamás, disponer de una figura que ejerza la función materna es igual de necesaria para el niño como disponer de la función paterna. Entonces, ¿por qué alrededor de los 2 años de edad es común que los niños muestren aparente predilección por uno de sus padres en detrimento del otro?
Fíjate de entrada en cómo lo hemos planteado aquí: “Aparente predilección en detrimento del otro”. Porque no existe tal rechazo, es una cuestión más de forma que de fondo, y la preocupación responde al modo en el que los padres, desde la sensación subjetiva de haber sido eclipsados y despechados, interpretan la situación. ¿Cómo gestionar entonces este desagradable capricho del niño? No hay otra que armarse de paciencia y esperar. Sin cambiar en nada la forma en la que nos relacionamos con nuestro hijo.
Es decir, sin que esa sensación de despecho sea transmitida de ninguna de las maneras. Elaboremos esa emoción, racionalicémosla: me siento así porque la escena es devastadora cuando el niño reiteradamente se acerca al otro y parece ignorarme, pero no tiene verdadero significado para el niño, ni tiene por qué tener implicación alguna en el futuro. El niño, egocéntrico como es, se deja llevar por sus costumbres, por su caprichos, por sus impulsos… Pero que se acerque más a mamá no significa que vaya a querer menos a papá, y viceversa. Es más, se puede dar la vuelta la tortilla con facilidad.
Esa preferencia responde a instintos inconscientes y no tiene trascendencia. Es un mero capricho, un gusto pasajero, una elección no reflexiva. Mientras esperamos -sentados- a que la tendencia cambie y el niño entre en una nueva fase, solo tenemos que seguir haciendo lo mismo que ya estábamos haciendo. ¡Lo que ya estábamos haciendo si estábamos haciendo las cosas bien, claro! Es decir:
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