A pesar de que la imagen arquetípica de un crío es verlo jugar y correr con un balón en los pies, no siempre es así. Lamentablemente, los niños pequeños tienen también un complejo mundo interior plagado de dudas, contradicciones y desengaños. Fruto de ello, muchas veces estarán tristes o deprimidos, con la dificultad añadida de no saberlo expresar. Por eso es tan importante validar las emociones de los niños e incluso anticiparse a ellas.
Recientemente hemos sabido del intento de suicidio de dos hermanas adolescentes, uno de ellos fallido, pero el otro ha sido exitoso, culminando con la muerte de una niña de 12 años. ¿Qué ha podido pasar? Es el momento de formular preguntas para tratar de consolar a unos padres destrozados y a un entorno social confundido por unos acontecimientos tan traumáticos.
Lo fácil y más habitual en este caso es buscar culpables. Sin embargo, eso no va a ayudar a resolver un duelo tan complicado. Lamentablemente, lo único que podemos hacer desde fuera es aprender de lo sucedido y pensar en cómo se podrían evitar en el futuro este tipo de acontecimientos. Mucho de ello tiene que ver con las emociones y cómo se expresan o, por el contrario, con cómo se dejan de expresar.
Algunas personas son especialmente hábiles a la hora de ocultar sus emociones: pueden estar viviendo un auténtico infierno y no enterarse nadie. En el caso de los niños también podría suceder, porque de hecho hay algunos niños herméticos incapaces de expresar lo que sienten. Así y todo, en ellos hay un menor filtro, y cuando les pasa algo. Generalmente hay algunos indicadores en los niños a través de su comportamiento que facilitan la tarea a los padres y educadores para localizar y luego validar sus emociones.
Como punto de partida, siempre debemos estar atentos a cualquier síntoma o cambio significativo que se dé en el comportamiento niño. Un buen detector es observar si ha dejado de hacer cosas que antes le gustaban o si el pequeño se muestra retraído y triste. En todo caso, ante cambios sintomáticos o conductuales y anímicos, en un principio tiene sentido esperar un poco para ver si la cosa se resuelve sin nuestra intervención, porque muchas veces el niño tendrá sus propios recursos de afrontamiento de los problemas.
Cosa distinta será observar conductas o actitudes que alberguen peligrosidad contra sí mismo, hacia o por parte de los demás. En casos graves, como en la manifestación de ideación y tentativa suicida, o cuando se observen autolesiones, la ayuda temprana de un psicólogo especializado en niños y adolescentes podrá ser muy necesaria.
Confirmadas las señales en forma de cambios o síntomas que no remiten o empeoran, es importante actuar. Con frecuencia, el primer paso para resolver un problema infanto-juvenil será averiguar no tanto qué le pasa al niño, sino lo que está sintiendo el niño. Es decir, averiguar por lo que está pasando y cuáles son sus emociones.
¿Cómo se siente exactamente? Ayudarlo a comunicarse acerca de sus sentimientos contribuirá a evitar la conocida como soledad acompañada, por la que los pequeños no hallan en su casa ese lugar seguro que necesitan para poder expresarse sin miedo.
En este sentido, muchas veces los padres, sobre todo de los adolescentes, no se atreven ni a preguntar a sus hijos porque no les quieren molestar ni atentar contra su privacidad, arriesgándose a una mala respuesta, pero lo cierto es que pueden estar necesitando comunicarles algo pero tampoco atreverse ellos a contarlo pensando que no les interesa o no les van a comprender. Es una especie de círculo vicioso en el que una de las partes, la de los adultos, tiene que dar el primer paso para romper con una dinámica de falta de comunicación.
Aunque suena a algo muy técnico en términos de psicología es algo bastante simple. Se trata de facilitar y aprobar la expresión de las emociones, cualesquiera que sean: positivas, negativas o (en apariencia) neutras. Esto quiere decir que, como padres, debemos hacerle saber al niño que aprobamos y legitimamos esos sentimientos que está teniendo.
Validar las emociones de los niños implica no hacernos los ciegos ni los sordos, sino mantener una escucha activa en la que mostremos interés en escuchar lo que el niño o adolescente está sintiendo. Sin burlarnos, por supuesto, pero además dándole la consideración que merecen.
En este sentido, tan importante como el interés es mostrar disponibilidad para las cosas importantes. Ambas cosas, interés y disponibilidad, abundarán en un niño más seguro en la medida en que sabrá que lo que no pueda resolver sólo, lo podrá resolver pidiendo ayuda. Como es lógico, esta confianza en los padres no surge de un día para otro, sino que se va forjando con el tiempo.
Reconociendo y validando las emociones infantiles le estamos dando también al niño otro mensaje fundamental: que es querido y aceptado, con sus luces y sus sombras, y todos sus altibajos. A largo plazo, es una manera de hacerle sentir seguro a la hora de expresar sus preocupaciones cuando lleguen. La idea sería transmitir lo siguiente: “Hijo, veo que estás sintiendo algo. Tienes todo el derecho del mundo de sentir lo que sientes, y yo estoy aquí para ayudarte en lo que pueda”.
Al margen de la personalidad más o menos abierta de cada niño como personita que es, detrás de la falta de expresión emocional muchas veces está una mala reacción por parte de los padres y educadores acerca de la expresión de dichas emociones. A unos niños les cuesta más que a otros contar o acusar las cosas que están sintiendo; pero todos los niños van a responder igual si, cuando muestran una emoción, esta siempre es obviada, acallada o incluso castigada.
Ante las reacciones negativas a la manifestación de sus sentimientos, cualquier niño comenzará a pensar que no es correcto ni aceptable expresar sus emociones. Y lo que es peor: que no es admisible siquiera el sentirlas. Y la consecuencia de reprimir la expresión emocional casi todos la conocemos: un intenso sufrimiento en soledad y la posibilidad de explotar por cualquier otro sitio a nivel de síntoma.
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