Las consecuencias psicológicas de la pandemia están siendo devastadoras. Mucho más duras aún de lo que los psicólogos y otros profesionales de la salud mental habíamos presagiado. Todo porque seguimos en la debacle, no porque no dispusiésemos de suficientes evidencias para predecir la profundidad de las heridas. El asilamiento como factor de riesgo por antonomasia; la incertidumbre como la emoción más compleja de gestionar para el ser humano; la pérdida como desencadenante de la tristeza y de la depresión; y la imposibilidad de gobernar nuestras vidas con normalidad como motor de la ansiedad, etc.
Estamos asistiendo en las consultas de psicología más cuadros ansioso-depresivos que nunca. Esto es debido a lo angustioso de las situaciones personales tan insólitas que se están viviendo, la soledad y el desvalimiento que acompañan a estas vivencias (ya sea que hayamos pasado por la enfermedad o no) y porque conectamos con una sensación de vulnerabilidad que nunca antes habíamos experimentado. Los estragos psicológicos de la pandemia son ya un hecho palpable.
Todo ello aparece incluso en personas fehacientemente robustas, sin historial psiquiátrico, que nunca habían manifestado síntomas psicológicos de ningún tipo. La materialización cotidiana de estos cuadros de desregulación emocional está siendo tan frecuente como variada. Desde el bloqueo limitante, hasta la aparición de comportamientos obsesivos y compulsivos, pasando por la apatía y la desmotivación, la rabia, el insomnio, la hipocondría (tanto por miedo al contagio propio como a contagiar a otros) o los problemas de relación social, entre otras muchas manifestaciones disfuncionales de la angustia.
La fatiga pandémica aparece como el resultado del estrés sostenido en el tiempo, del padecimiento de todas estas situaciones personales de difícil gestión y de peor pronóstico. La incertidumbre, que ya se proyecta en un excesivo largo plazo, la falta de horizontes nítidos, dan lugar a estados emocionales relativamente estables que conjugan la habituación con el hartazgo o la resignación con la rabia.
Para que el lector lo entienda a la perfección y pueda identificar algunos de sus propios síntomas, si es que los tiene, lo que la OMS ha denominado fatiga pandémica funciona de una manera muy similar al llamado burnout, o síndrome del trabajador o del cuidador quemado, cuyos estragos psicológicos son ampliamente conocidos. El estrés y la adversidad, sostenidos en el tiempo y escapando constantemente a nuestro control, terminan por superar nuestras estrategias de afrontamiento y nos sobrepasan.
La situación es grave, pues atenta contra nuestros pilares del mundo, contra la base misma de nuestra autoestima. También porque afecta directamente a la motivación que tenemos o dejamos de tener para seguir cumpliendo con las responsabilidades que se nos han encomendado. Si en este contexto perdemos la confianza en quienes nos lideran o nos dejamos llevar por un individualismo reactivo, podríamos caer, no solo en la apática indefensión, sino también, peor aun, en la rebeldía o la insumisión.
Para ilustrar la gravedad de la situación, sirva de advertencia el paralelismo entre la rapidez con la que se imitan y modelan este tipo de actitudes ante la vida, y la rapidez con la que se propaga el virus. Tales estados emocionales se generalizan de tal modo que yo me atrevería a hablar, en breve, de una auténtica pandemia emocional. La OMS aún no ha acuñado el término ni ninguno que se le parezca. Tiempo al tiempo. El deterioro psicológico de toda una sociedad no debe tomarse a la ligera. Queremos una vacuna que erradique el virus, queremos que se den las condiciones necesarias como para salir de esta crisis, pero también queremos que quede alguien a flote para aprovechar ese momento cuando llegue.
La clave reside en diferenciar con claridad qué es lo que está dentro de nuestro ámbito de incumbencia y qué no; qué es lo que está en nuestra mano hacer y qué debemos aceptar que depende de otro o de otros. Porque solo podemos centrarnos en la primera parte, solo podemos gestionar nuestra pequeña parcela de responsabilidad y procurar no levantar la vista en exceso en busca de respuestas que no están aún a nuestra disposición. Mejor comprender que no todo tiene respuesta y buscar contención y soluciones menos ambiciosas, más centradas en el aquí y el ahora.
Centrémonos en lo nuestro en exclusiva, en lo poco o lo mucho que dependa de nosotros. Cuidemos de todas y cada una de nuestras áreas de vida. El virus ha modificado a la fuerza nuestros proyectos y nuestra manera de relacionarnos, pero no modifica nuestras necesidades ni las herramientas que sabemos que necesitamos para poder sobrevivir física y emocionalmente.
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