Detrás de la mayor parte de los delitos o crímenes más odiosos y condenables no se esconde una mente enferma sino una personalidad trastornada. Con toda probabilidad, un psicópata. Y esto es precisamente lo que más escandaliza a la opinión pública y nos pone a todos los pelos de punta como sociedad: los delincuentes más perversos son individuos perfectamente conocedores de los límites que diferencian el “bien” del “mal”, con posibilidades de vivir adaptados en sociedad, personas disfuncionales desde su funcionamiento intrapsíquico trastornado (en el que más adelante ahondaremos), pero funcionales a todas luces en tanto en cuanto conocen las normas sociales establecidas y tienen preservadas sus capacidades cognoscitivas y volitivas. Así que… ¿qué hay en la mente de un psicópata?
Es decir, personas con toda sus funciones preservadas en lo que respecta al “saber lo que uno hace” y al “elegir lo que uno hace”. Esto es lo que más nos cuesta asimilar, que se trata de personas que, aun siendo dueñas de sus propios actos, eligen dañar. Precisamente por la ausencia de diagnóstico psiquiátrico, a nivel jurídico las personalidades patológicas son perfectamente imputables, porque no conducen a actuar bajo los influjos de ningún tipo de enajenación mental.
Como en casi todos los actos abominables es normalmente una estructura de personalidad antisocial la que ostenta el cuestionable privilegio de ejercer a su alrededor un poder destructivo sin inmutarse demasiado. Esa a la que coloquialmente nos referimos como una psicopatía.
La personalidad antisocial muestra un patrón de conducta estable en el que destacan la vulneración de los derechos de los demás y el incumplimiento reiterado de las normas, ya se trate de un código de conducta implícito o un código legal. De ahí que también destaque en este patrón una profunda irresponsabilidad con respecto al cumplimiento de cualquier tipo de obligación (laboral, familiar, económica…). El antisocial engaña o estafa, sobre todo si de ello puede extraer un provecho personal.
También se irrita con facilidad, es irascible y por ello es habitual que protagonice altercados o peleas; tampoco tiene reparos en agredir a los demás. Puede, incluso, que del daño ajeno extraiga un cierto placer personal. El antisocial es profundamente imprudente y de ello no se desprende para él ningún tipo de consecuencia moral, pues carece de remordimientos que regulen su conducta. De hecho, es capaz de actuar con indiferencia ante el daño causado o llegar incluso a racionalizarlo hasta un punto en el que justifica haber herido, maltratado, robado o matado a alguien “porque era lo que había que hacer”, “porque lo merecía”, “porque las circunstancias no le dejaron opción”…
Además de todo, uno de los principales aderezos de esta personalidad que agrava profundamente su peligrosidad es la inmensa impulsividad con la que actúa. Su carácter impulsivo hace a los psicópatas impredecibles, lo cual puede llegar a tener consecuencias devastadoras pero a la vez contrarresta su frialdad, les lleva a incurrir en fallos de planificación que conducen a su detención.
No todos los psicópatas matan, por supuesto que no. Ni todos los psicópatas matan ni todos los que matan son psicópatas. Es siempre una confluencia de factores la que lleva a explicar el funcionamiento de la conducta humana, pero sí es cierto que sobre la base de esta personalidad antisocial (además de otros factores) se explican algunas de las conductas más desviadas y se predice también el grado de reincidencia de muchos criminales.
Tampoco puede afirmarse que todas las personalidades antisociales sean patológicas. En distinto grado y sin llegar al diagnóstico clínico, una personalidad en la que predominan rasgos antisociales es más habitual en determinados entorno cuyas características son más propicias para la adecuada adaptación de ciertas personalidades por encima de otras.
Por ejemplo, profesiones que conllevan la gestión de situaciones de riesgo (sea de donde sea que provenga ese riesgo) son ejercidas mayoritariamente por estructuras de personalidad capaces de distanciarse de la emoción y actuar con cierta frialdad, igual que en otros entornos que exigen trabajo metódico es más fácil encontrar personalidades obsesivas, o igual que aquellos escenarios de actividades de exhibición artística se prestan más a ser frecuentados por personalidades más histriónicas.
Todos tenemos una personalidad, y en todas nuestras personalidades confluyen una serie de factores y predominan una serie de rasgos. Esa personalidad es la estructura desde la cual nos situamos en el mundo y es también el resultado de nuestra experiencia de vida. Pero, más allá del patrón de conducta que arrastramos y del lugar al que nos conducen nuestros más irrefrenables impulsos, está siempre la responsabilidad que asumimos sobre todos y cada uno de nuestros actos.
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