Algo tan sencillo como cumplir las leyes
El progresismo de granel y garrafón ha decidido dar un paso al frente en la destrucción del Estado de Derecho, porque en su simpleza sin pautas y en su desvarío sin concesiones, nada se les pone por delante.
De un tiempo a esta parte tengo la vaga e imprecisa impresión de que hay que volver a explicar lo obvio, lo natural, lo que nunca debe ser objeto de cuestión. A la modernidad del grito grueso y de la mala educación le sienta bien la inconsciencia de afirmar que todo lo dado es incorrecto. Y no soy refractario a la rebeldía ideológica ni al cambio, pero me niego a aceptar que todo esté mal.
El progresismo de granel y garrafón cuestiona el pacto social, la democracia representativa, el gobierno con poderes limitados, la cultura amplia. Pero es que han empezado a cuestionar el cumplimiento de la ley y el acatamiento de las sentencias. En definitiva, han decidido dar un paso al frente en la destrucción del Estado de Derecho, porque en su simpleza sin pautas y en su desvarío sin concesiones, nada se les pone por delante.
El fin de la coherencia
Han barrido la inteligencia, porque acabaron ya hace mucho tiempo con la coherencia. Y no se juzga la pretensión legítima de cambiar las normas, sino que lo que se cuestiona es la ambición ilícita de incumplirlas como si existiera una facultad discrecional e individual para justificar el desacato. Por desgracia, esta irreflexiva conducta, basada en la ignorancia más supina, no está reservada a un reducto de irredentos sino que se ha propagado a algunas personas con responsabilidades políticas.
Será una paradoja, pero en un solo siglo, Occidente ha pasado de luchar, incluso hasta la muerte, por asegurar el cumplimiento de las leyes a clamar por el incumplimiento de las mismísimas leyes en democracias modernas. Lo que ellos consideran progreso y modernidad es la mayor de las barbaries y de las cavernas. Es volver a Platón y a las cuevas de la sinrazón.
La muerte de Sócrates
Jacques Louis David pintaba en 1787 el cuadro “La muerte de Sócrates”. Platón a la izquierda de su maestro, muestra su abatimiento y su impotencia. Como anécdota, Platón no estuvo presente en la ejecución de Sócrates ya que estaba enfermo, pero su mera presencia en el cuadro ahonda la carga simbólica de la escena. Hoy se puede disfrutar de la obra en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York. La pintura muestra a Sócrates impasible ante su inminente muerte una vez tomase la cicuta que le ofrece su carcelero. El filósofo acepta la condena como un deber inapelable, haciendo del acto terminal de su vida un ejercicio de ejemplaridad en lo que a la obediencia a la ley corresponde.
Critón reposa la mano derecha sobre el muslo del filósofo, concediéndole una oportunidad de redención o de fuga, a sabiendas de la negativa de Sócrates a impedir que la ley, la misma ley que acabará con su vida, sea incumplida. Sócrates se erige así en paradigma del cumplimiento de la ley, ley dura pero ley, frente a otros modelos como Antígona, en clave individual, o Espartaco, en clave social, que de la desobediencia y de la insumisión hacen base y sustento de su doctrina moral. Aunque para algún moderno de ideas rápidas, Antígona y Espartaco debe ser un bar de copas en el barrio de Chueca de Madrid.
¿Usted ha leído a Dostoyevski y Calderón?
La viejuna modernidad de la desobediencia opulenta y de la resistencia al esfuerzo y al talento, seguramente tampoco sabe quién es Dostoyevski, ni falta que les debe hacer. Sus libros pesan mucho y no son precisamente pesas de gimnasio, porque a la modernidad también se llega mediante las cintas de correr, las bicicletas elípticas, los bancos de musculación y los remos, que es conveniente no perderlos. Hay un populismo de testosterona y camisa de talla reducida que hace carrera en los gimnasios y quieren hacerla ahora en la Carrera de San Jerónimo. Tampoco han leído a Dostoyevski.
En “Los Hermanos Karamazov” resulta singularmente conmovedora la conversión del espíritu de Dimitri cuando le es comunicada su imputación. Acepta la imposición del castigo, porque juzga la pena como un medio de redención espiritual: “Ahora entiendo que a los hombres como yo les hace falta que el destino los castigue, una fuerza exterior que los sujete, como un lazo”. Eso es, como un lazo de color amarillo.
Si Dostoyevski es un extraño en la cultura serial moderna, Calderón de la Barca debe ser ya un personaje de “Parque Jurásico” en versión Dinopolis. El dramaturgo madrileño nos ofrece un ejemplo de rebelión territorial en su obra “El tuzaní de la Alpujarra”, un drama sobre la sedición de los moriscos ultrajados por la implacable legislación que ha impuesto el rey para aquellos que han permanecido en España.
Don Juan Malec, protagonista de la obra, afirma que por todos los medios ha intentado convencer de la injusticia de las normas y que no ha conseguido cambiar la opinión del legislador, por lo que critica la ley dada: “Yo, que por más antiguo,/ El primero me tocaba/ Hablar, dije que aunque era/ Ley justa y prevención santa/ Ir haciendo poco a poco/ De la costumbre africana/ Olvido, no era razón/ Que fuese con furia tanta”.
El fin de las raíces
Olvido y furia. Calderón resucitado. Porque hoy es todo olvido. Olvido de nuestras raíces comunes, de nuestra historia, de nuestros valores occidentales. Pero también furia de barricada a medianoche antes de las copas de las que no se privan los guerreros urbanos. Días y noches de furia donde ni siquiera se reconoce el valor mismo de las leyes. Soy de esa generación que aprendió el significado de la ley de la gravedad y de la gravedad de la ley, antes de que llegara un tal Murphy y concluyera que si algo puede salir mal, saldrá muy mal. Por no hablar de la Ley de Herodes, que ni es Ley ni es de Herodes. Quizá haya un tiempo no muy lejano en el que las leyes las redacten robots. Para entonces, es posible que ya no estemos. Es otra ley. La ley de la Vida.