A lo largo de mi vida he conseguido reconocer diferentes fórmulas de gregarismo y de sumisión, algunas ligadas a la supervivencia extrema y, otras, a la estupidez humana. En los grupos sociales, donde se agudizan los conflictos conducentes a la toma de poder, muy frecuentes en el mundo laboral, familiar o político, el portador de ideas propias se antoja como un rebelde sin causa, y lo peor, como un idiota con intemperancia. Anidar en el nicho del pensamiento crítico y de la reflexión supone en algunos casos la expulsión del mundo de la comodidad y de la relajación, allí donde no es posible pensar de manera diferente. En política son frecuentes estos comportamientos en todos los partidos políticos, que degeneran, en el extremo, en la delación. La intolerancia del poder frente a la autonomía del pensamiento.
Hoy en día también asoman a nuestra puerta numerosas manifestaciones de verdades absolutas desde diferentes ámbitos del poder. Quien se rebela contra esa forma de poder, quien se manifiesta en contra del espíritu de la colmena es un apóstata y está condenado a la exclusión. Y no deja tampoco de advertirse que cuanto más estático es el poder, más necesidad tiene el hombre que se guía por su libertad de remover su conciencia, buscando su propia identidad. Eso es, y no otra cosa, el camino de perfeccionamiento. Y es un deporte de riesgo, habida cuenta de que acaba ganando en la mayor parte de las veces el servilismo y el desprecio por quien desafía la orden dada.
En este momento, la política y hasta la muerte civil se convierten en un espectáculo mediático. España es un país donde los políticos hacen periodismo y los periodistas, política. Y no hay día que no se quiera quemar en una hoguera, de pura vanidad, a quien ha pretendido abandonar el grupo por decisión propia, para huir del determinismo político que caracteriza a nuestros partidos políticos. A nuestra manera, volvemos en un momento de máxima fluidez tecnológica a las sombras de esa Edad Media donde el hombre no era más que un subproducto del miedo y de la cobardía. Reivindicar en el momento presente ese humanismo liberal no es quimera sino una necesidad de primer orden.
El humanismo del siglo XVI rompió con el monopolio de los dogmas medievales, basados en la verdad infalible del Papa y en el misterio perpetuo de la Fe, y, como tal, provocó el nacimiento de una conciencia individual frente a la creencia indivisa. La ortodoxia dio pasó progresivamente a la heterodoxia, el pensamiento único al reconocimiento de la multiplicidad, de la certeza preconcebida a la certeza concebida por el conocimiento. El humanismo se presentó como razón de ser del hombre para crecer espiritualmente, pero también materialmente. Pues bien, en este instante de la historia en el que la razón ha sido derrotada, la verdad ha sido desterrada y la certidumbre ha sido condenada, en este rincón en el que la aparente luz de las redes sociales no hace sino apagar la otra luz, la de las conciencias, habrá que volver a invocar a la razón pura, al esfuerzo y al conocimiento como instrumentos de despegue hacia una nueva realidad.
Pero nadie dijo tampoco que fuera a ser fácil en pleno siglo XXI, en un país plagado de envidiosos y mendaces que ven en el beneficio, delito, y en el mérito, estigma. Actualmente, la renuncia a las convenciones, el distanciamiento de las doctrinas oficiales o la mera expresión de una voluntad individual frente a la determinación de un líder político, empresarial o social pueden convertirse para algunos en una muerte civil, tan extrema a veces como la muerte física. En la lucha entre el poder y el saber, la humanidad ha avanzado cuando se ha impuesto esta última. La humanización se liga al conocimiento y la deshumanización al poder acrítico. Que alguien encienda la luz, por favor, que cada vez se ve menos.
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