Lo imposible no es improbable. Sencillamente no es posible. A diferencia de lo improbable que puede ser aunque nadie crea que pueda ser posible. Lorca celebraba aquel año, como todos, su Semana Santa, un portento ceremonial de pasiones, pulsiones y bullicio bíblico. Entre cuadrigas, pasos y pendones, con el relente de la noche lorquina, la fe y la alegría de la Resurrección cada domingo a la misma hora. Nadie podía pensar que fuera a ocurrir unas semanas después, pero ocurrió. Lo improbable. Casi lo imposible.
No supe cuando asumí mi cargo de Subsecretario del Ministerio de Fomento todo lo que vendría después, porque es azar, siempre el azar, el que nos depara futuros inciertos. Pero una década después, 11 de mayo pronto, testigo presencial del horror, del dolor, de la sensación impúdica de injusticia ante el vacío de la pérdida inesperada, testigo del desconsuelo y de la angustia, puedo contarlo. Y hasta puedo decir que puedo volver a sentirlo.
La primera lección fue la de la solidaridad. La solidaridad es un vínculo tan fuerte, amasado desde la aflicción y el desamparo, que no hay sentimiento humano que penetre e invada tan internamente. Notario fui de cientos de intrahistorias, de héroes y heroínas comunes, extraordinarios por lo que callan, y la suma de estas historias es un gran libro de esperanza e ilusión. Un libro de vida. Mi pulsión literaria me llevaba a pensar siempre en Lorca, el otro, el poeta: “El más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida”.
Insultaría a Lorca si hiciera una apología de datos y un balance de cifras. Lo podría hacer y saldría airoso pero empequeñecería la pasión que siento por la ciudad. Hablar desde la ternura y la conmoción, pero también la esperanza. El espíritu de Lorca. Renacer. Sentir que es posible. Y hacerlo. Caer para levantarse. Y volver a salir a la calle después de haber recibido el más mezquino de los golpes. Así, como los versos del poeta: “He cerrado mi balcón/Porque no quiero oír el llanto/Pero por detrás de los grises muros/No se oye otra cosa que el llanto./Hay muy pocos ángeles que canten/Hay muy pocos perros que ladren/Mis violines caben en la palma de mi mano”.
Y así volví decenas de veces a Lorca, a su vida como mi vida misma, a sus calles, que son mis calles, a sus iglesias y conventos, a sus rotondas, a sus viviendas. A sus teatros. “El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse humana, habla y grita, llora y se desespera”. El destino es una constante paradoja de encuentros y desencuentros, de oportunidades y de ocasiones perdidas. El azar, siempre el azar, convierte a los hombres en un océano de probabilidades, y no han sido pocas las ocasiones en las que hemos llegado a pensar qué hubiese ocurrido si hubiese conocido a una persona o, a la inversa, qué hubiese ocurrido de no haber conocido a otra.
Que el destino me llevara a Lorca no es más que el producto de múltiples factores. Como casi todo en esta vida de golpes de suerte y de suertes de golpes. Allí llegué sin saberlo. Y volveré, porque uno siempre vuelve a su ciudad, donde encontró el amor y la felicidad, donde después de la devastación llegó la ilusión. Donde descubrí la pasión de vida de todo un pueblo. Y lo hago con la esperanza puesta en que un día volveremos a estar todos juntos. Como entonces. Como el poeta:
“Pero que todos sepan que no he muerto;
Que hay un establo de oro en mis labios,
Que soy el pequeño amigo del viento oeste,
Que soy la sombra inmensa de mis lágrimas”.
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