Willard Libby, químico de profesión, cambió la historia de la humanidad cuando descubrió el carbono 14 ahora hace setenta años, gracias al cual se pueden datar las calaveras de Atapuerca y hasta los cráneos de algunos colaboradores de televisión y políticos alternativos más veteranos que la Guerra de Vietnam. Tan relevante fue el descubrimiento que en 1960 recibió el Premio Nobel por haber dado sentido cronométrico a rayos cósmicos, átomos y neutrones. Ahora que, por fin, las estaciones de metro están plagadas de desfibriladores, no sería mala idea instalar datadores de carbono 14 para calibrar la edad de los paisanos, porque los hay que se la quitan y los hay que, por muchos años que cumplan, nunca llegan.
Pero como ese día tardará en llegar, hay una fórmula sustitutiva para determinar cuántas primaveras han cumplido los españoles, y así distinguir entre la generación de los que íbamos de vacaciones cada año y votábamos cada cuatro, frente a la nueva generación que vota cada año y se da al descanso cada cuatro, si es que puede. Procédase así al regreso al pasado, situémonos en 1975. En esa época, donde las leyendas eran oficiales y no fakes de canela en rama, y donde los mitos eran normas de Boletín Oficial del Estado, corrían ciertas convicciones sobre hábitos de conducta que se habían propagado de boca en boca, de oca en oca, y de generación en generación, que hoy parecen prehistóricas. No fueron banales las consecuencias de esas aprensiones porque aún hoy vivimos en el postrauma de aceptar la veracidad de muchas de ellas.
Un día cualquiera del verano de 1975 en un apartamento de una playa levantina, un niño de familia de colegio desconcertado, cuando todavía no existían los conciertos modernos, se despertaba breado por el sol del poniente. Todavía recordaba la última frase de su padre el día anterior que, con solemnidad y voz tronante, le había descubierto la norma anatómica de que existe una equivalencia entre el tamaño de los pies y de las manos, y el tamaño de la órbita sexual, de modo que el mozalbete no dejaba de estirar dedos y palmas para conseguir una longitud de la que estaba desprovisto.
Porque eran épocas en que no se indagaba en la razón de las afirmaciones de los padres pues eran dogmas primarios tan innegociables como el zumo de naranja recién exprimido del desayuno. Momento estelar del día y de la humanidad, porque como no te tomases rápidamente el brebaje, las vitaminas se evaporaban, de modo que no fueron escasos los casos de fallecimiento por atragantamiento vitamínico, que las pérfidas partículas se fugaban sin remisión. O morías por asfixia líquida o por bofetada olímpica, pues había que sorberlo en menos de lo que un velocista americano corría los cien metros lisos.
Según la tradición vernácula, además, la abuela había desayunado antes de las ocho de la mañana, porque ya se sabía que todo lo que se ingería antes de esa hora, no engordaba, y eso que, cuando la familia regresaba en el Simca 1000 un mes después, la yaya ocupaba dos asientos en vez de uno. No obstante, obedecía a una razón empírica también incuestionable, a una costumbre esta vez ligada a la dilatación de los cuerpos en verano, que se expandían sin oposición y sin declaración nacional de emergencia.
Pertrechados con la sombrilla de Tío Pepe y el balón hinchable de Nivea, se tomaba posesión de la parcela en el arenal, con una buena bolsa de almendras y un paquete de chicles. Las adolescentes tomaban con fruición los frutos secos porque era sabido en esa etapa que hacían crecer los pechos, mientras que los zagales mascaban goma con prudencia, puesto que, también era reconocido en la doctrina de los hechos inverificables que si te tragabas el masticable, quedaría enquistado al estómago toda la vida. Y así transcurrían las mañanas viendo crecer la ansiedad, pues lo demás crecía por extensión natural propia.
Cuando la solana se convertía en calina, y no había hijo del Salvador que aguantase el bochorno, era el momento exacto de deshacer el camino para volver al apartamento. Allí la abuela cocinaba unos macarrones al punto de cocción, pues entonces no se sabía que eran «al dente», y para comprobar que estaban en su momento óptimo, los arrojaba contra la pared, con la destreza de Orantes y Santana juntos. Mientras se deslizaban pared abajo y caían sobre las baldosas ajedrezadas, las recogía apresuradamente antes de que se consumieron los cinco segundos de rigor, toda vez que era principio intratable en la enciclopedia de las verdades de aquella época que los microbios y las bacterias no infectaban la comida en el caso de que se actuara con habilidad en ese lapso de tiempo.
Mientras tanto, la adolescente no había tenido otra ocurrencia que ponerse a hacer mayonesa cuando tenía la regla, de modo que no quedaba ninguna duda que se cortaría. Y aquí, en este instante, se abría la voz de la sabiduría, el abuelo, que había leído varias entradas del Espasa Calpe, para recordar lo que escribía Plinio el Viejo en su «Historia Natural»: «El contacto con el flujo mensual de la mujer amarga el vino nuevo, hace que las cosechas se marchiten, mata los injertos, seca semillas en los jardines, causa que las frutas caigan de los árboles, opaca la superficie de los espejos». Visto de ese modo, la mayonesa era lo de menos, porque a la vista del otro Viejo, la menstruación era la causa de todas las plagas bíblicas.
Superada la prueba de la pasta y de la mayonesa, había que esperar dos horas para meterse en el agua, so pena de que pudieses palmarla por un corte de digestión. La moratoria dependía del día, o lo que es lo mismo de los ronquidos del padre, pues podía llegar a tres horas la siesta y, por consiguiente, la cuarentena para el baño.
Al extremo llegaba esta cautela que casi era uno de los mandamientos perdidos de Moisés en el Monte Sinaí, pues cuando se veía entrar a las cuatro de la tarde a un desaprensivo en el agua, pronto la prole imaginaba al intrépido con vómitos y escalofríos, a un tris de llamar a un vigilante de la playa, quien, para los más mitómanos, no llevaba entonces bañador rojo. Con todo, e incluso transcurrido el tiempo que fijaba la prudencia del sueño después de la comida, en un tiempo donde no había consolas y el único consuelo era una televisión en blanco y negro con menú oficial, cuando anclabas el primer pie en el agua se temía por la integridad del cuerpo, no fuera que hubiéramos descontado parte del tiempo obligado.
Y así llegaba el atardecer, y con la caída del sol, llegaban los petardos a razón de una peseta en el kiosko de marras. Como fuere que los padres temían daños colaterales, con prontitud reprendían al ritmo de «si juegas con fuego, te haces pis en la cama», que, al compás de la experiencia del abuelo, era una teoría que había desarrollado un tal Freud en un libro con un título parecido a «Sobre la conquista del fuego». Y tan cierta era la creencia que algunos niños abandonaron la idea de ser bomberos en la convicción de que nunca podrían dormir sin orinarse en la cama. Y eso que todavía no había calendarios con hombres con mangueras para recaudar fondos para urinarios nocturnos, que la profesión y el riesgo así lo demanda.
Para los más jóvenes, para los diestros en el manejo del Fortnite, todo esto quizá pueda parecer una ficción o un chiste malo. Pero, aunque no lo crean, ocurrió, y sigue habiendo vestigios en algunas familias porque los mitos, mitos son, por mucho que algunos se desvanezcan con el paso del tiempo. Aquellos mitos acabaron siendo timos de nuestra infancia, pero muchos perduran en nuestras consciencias. Y, si no, pongan a un cincuentón y a un adolescente delante de un vaso de zumo de naranja recién exprimido, y verán la diferencia. No hará falta la prueba del carbono 14.
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