Es ley de vida cumplir años, y no cabe indulto ni derecho de gracia contra esta condena natural, que maldita gracia tiene. He descubierto recientemente que los años hacen del pasado un tiempo improbable e incierto; y del presente, un continuo en primera persona del singular.
Tan singular que escucho a hombres y mujeres con cierta edad de guardar, narrar historias personales que nunca ocurrieron; o diluir el relato en un género de épica legendaria que nada tiene que ver con la realidad. Esa es la verdadera memoria, y no la histórica ni la democrática. A,unque no hay mayor democracia que la que nos iguala al pensar cada uno cómo fue (o será) nuestro pasado.
Hasta hace unos meses cometía el error de poner cordura a la literatura histórica de nuestro pasado y corregir al narrador en su impostura retrospectiva. Nada de lo que decía que aconteció, sucedió realmente. Finalmente, he optado por claudicar. Al fin y al cabo, si son felices con su relato de lo que creen que fue pero no fue, allá ellos. Es el precio pero también el valor de su felicidad.
Conforme avanza el tiempo, el yo mayestático y plurinacional de cada uno crece. Las personas mayores tienden a buscar refugio en su pasado y se convierten muchas veces en un yo único que acapara toda conversación. Hay que ser indulgentes, porque no queda otro remedio.
Forman parte de una generación en la que los teléfonos eran fijos, comunitarios, y con centralita y operadora con clavijas de servicio. También de la generación de las cabinas, que Mercero y López Vázquez convirtieron en un potro de tortura bajo el suelo hidráulico de la central de Aldeávila.
Hace unos días visitaba la central hidroeléctrica en Zamora y me contaban que el espacio había servido de escenario para “La Cabina” pero también para una entrega de la saga “Terminator”. Lo primero que me vino a la memoria es que no encajaría un tipo como José Luis López Vázquez en una película robótica y sicalíptica de máquinas destructoras.
Era un hombre con “algo de ritmo”, además de un tacaño incorregible, que dudo que se hubiera integrado en el mundo amorfo de los “algoritmos”. Lo cierto es que, hoy por hoy, ya no quedan “José Luis” en las escuelas, tan en desuso están los nombres compuestos clásicos. “Terminator” será John, Jon o Jonás, pero José Luis, imposible.
Por aquel tiempo, casi en la prehistoria de la Transición española, no había móviles ni la comunicación era tan inmediata y colectiva. Había correspondencia al uso, con las sacas de Correos, y cuando se enviaba una carta, el tiempo de respuesta, en caso de que la hubiese, podía ser de dos semanas. Y lo mismo con el teléfono.
Las llamadas tenían su coste y no pocas broncas familiares de los niños/padres de la guerra se producían cuando la factura se disparaba, con más intensidad que la factura de la luz en tiempos de pandemia.
Y las cabinas, a mayor gloria de Mercero, que había que dosificar las monedas para introducirlas en la ranura del artefacto metálico de la Telefónica nacional. Confieso que he aporreado teléfonos cuando llegaba el “clic” fatídico y se suspendía la comunicación. Alguna novia me dejó y yo dejé por el método de la llamada de la cabina, porque había conversaciones que ya no se reanudarían nunca.
Ahora el tiempo ya no es tiempo, sino una verdadera declaración de intenciones por la que se nos juzga a cada momento. La dictadura de la inmediatez. Si se escribe un mensaje y el destinatario no lo lee de inmediato cuando lleva varios minutos “en línea”, la declaración de guerra está servida para algunas mentes de consumo rápido.
De nada sirve que estés atendiendo mensajes atrasados o apagando fuegos de diferente índole, porque para algunos y algunas, o contestas de inmediato o no eres ya una prioridad. El asunto se agrava sensiblemente si además consta que el mensaje ha sido leído o visto, de modo que nuevamente el tiempo de respuesta se convierte en una invitación a un conflicto armando. Porque de nada sirven las explicaciones, cuando los celos o la desconfianza se apoderan del destinatario.
O en situaciones en las que amablemente, a pesar de la concentración de mensajes inaplazables, contestas con frases lacónicas o monosílabos, para que al menos conste la presencia telemática. Pues ni con esas, que para los desconfiados de nacimiento o de adopción, es una muestra de que estás manteniendo conversaciones con varias personas a la vez. La indicación “en línea” ha contribuido más a los divorcios en el mundo que la infidelidad clandestina.
Y así es como el mundo avanza. Hace cuatro décadas, la comunicación epistolar se tejía en intervalos de quincenas y la culpa de la demora de la respuesta siempre se echaba a Correos por mucho que no la tuviera. Ahora, solo se puede invocar la batería y la cobertura, pero ya no cuela la coartada si se utiliza recurrentemente. Y es que los móviles nos han transformado radicalmente sin solución de continuidad. Es irreversible.
El tigre de la digitalización cabalga sobre nosotros y no a la inversa. Hemos perdido el control del tiempo verdadero y también de nuestras emociones. El presente antes era estable y ahora es un momento indefinido en el que hacemos fotos y las subimos a las redes sociales. El “tic, tac” ha sido sustituido por el “tik, tok” y ya no hay hijo de Dios que no baile a los pies del becerro del narcisismo. Por cierto, casi no me queda batería y he de acabar. Así que felices vacaciones pandémicas y nos vemos en cualquier lugar entre tu “en línea” y mi “en línea”.
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