Tuvo que ser una fecha de base católica, como el miércoles de ceniza, cuando se sentaron en una mesa en Moncloa dos delegaciones para hablar del «reencuentro», sea lo que sea eso que han denominado el «reencuentro». Como una escenografía almibarada y dulzarrona, más propia de Siete novias para siete hermanos, pues esa era la dotación de pacifistas del nuevo milenio que había en la mesa, y con un fondo de jardín en flor al uso de cualquier cuadro de Tiziano, solo se echaban en falta los perros, para que cualquier pintor real inmortalizase la escena.
Es el mismo día que empieza la cuaresma, un tiempo litúrgico de conversión, que para los cristianos acostumbra a ser el tiempo del cambio y del arrepentimiento de los pecados. No en vano, Pablo Iglesias ausente de este rito iniciático por enfermedad declarada, debe ser el primero en experimentar la fe del converso, máxime cuando el morado es el color litúrgico de este tiempo de penitencia y de luto. Aunque en el caso de Iglesias la penitencia la lleva en el apellido.
La ceniza simboliza la conciencia de la nada, la vanidad de las cosas, la nulidad del pensamiento torpe. Y como dicen que hay un asesor redondo que cavila estas cosas, será que buscaron la fecha adecuada para reconocer la vacuidad penitencial del banquete pascual que se celebró en Presidencia del Gobierno de España.
Allí en la esquina de la mesa se sentaba el Ministro de Sanidad que, más preocupado por la independencia de Cataluña que por la lista de espera de la dependencia, imagino que observaba de soslayo el móvil para estar informado, ya que formación médica no parece que sea el caso, sobre la evolución del coronavirus en España. Intuyo que obtenía información discreta de Cataluña, no fuera a tener que rendir cuenta instantánea de la epidemia.
Tras cuarenta días de gobierno de Sánchez, y después del inicio de la cuaresma nacionalista, los españoles andan verdaderamente preocupados por la cuarentena. La del coronavirus. Cuarenta, al fin y al cabo. Ya se ha señalado que en la tradición bíblica el número cuarenta representa la idea de tránsito, de búsqueda y de consumación del cambio. Así fue como tras el diluvio universal durante cuarenta días según el Génesis, la humanidad experimentó una de sus primeras transfiguraciones.
Un nueva generación comienza con los desposorios de Isaac con Rebeca y Esaú con Judit y Basmat, ambos con cuarenta años, del mismo modo que la estancia de Moisés en el alto del monte de Sinaí para recibir al Torá, cuarenta días y cuarenta noches, es símbolo de transformación del espíritu. También discurrieron cuarenta días para que los exploradores que envió Moisés a Canaán regresaran, seña de cambio de actitud del pueblo judío ante la promoción anticipada de una Tierra Prometida, el mismo pueblo que tuvo que asentarse cuarenta años en el desierto para extinguir naturalmente a la generación infiel que salió de Egipto.
Aunque indudablemente la expresión más simbólica de la utilización del dígito cuaresmal es el tiempo que hubo de permanecer Jesucristo en el desierto para mutar de una vida privada a una vida pública que transformaría la humanidad tal como se conoce actualmente, y mucho ante del nacimiento de Torra. Prueba también a la que se somete al pueblo de Israel durante cuarenta días tras el acto herético de Aarón esculpiendo el becerro de oro, o los cuarenta días que permaneció el profeta Elías en el desierto huyendo del acoso de la reina Jezabel, o los mismos días que se postró sobre el lado derecho de su cuerpo el profeta Ezequiel.
También son cuarenta días los que separan la Navidad de la Purificación. En la ley mosaica la mujer ingresaba en un estado de impureza una vez que alumbraba a su hijo que duraba cuarenta días. Así fue cumplido el precepto según el Levítico por la propia Virgen María que estuvo oculta durante cuarenta días en su casa sin dejarse ver, rehusando participar en cualquier ceremonia de culto religioso.
Pero, quizá por imaginación de narrador, y en plena cuaresma de penitencia, en aquella reunión de miércoles santo de 2020, había un tufo de «cantar las cuarenta» que, como bien saben los iniciados, es la unión del rey con el caballo en la baraja española. Y hete aquí que el rey de Cataluña, con más oro que otra cosa, fundió abrazo con el caballo de oros, el Presidente del Gobierno de España, para poner en cuestión cuarenta años de constitucionalismo en nuestro país. Cuarenta años de nuevo. En cualquier caso, lo que debería hacerse es cantarles «las cuarenta» a ellos, como en el tango de Roberto Grela (1937) con letra de Francisco Gorrindo. Y aunque dudo que el Presidente Sánchez sea hombre de tango mecido en el lunfardo rioplatense, quizá deba recordar la última estrofa de esta composición:
«Hoy no creo ni en mí mismo … Todo es grupo, todo es falso,y aquel, el que está más alto, es igual a los demás …
Por eso, no has de extrañarte si, alguna noche, borracho, me vieras pasar del brazo con quien no debo pasar».
*Foto principal: @QuimTorraiPla Twitter.
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