“Ojo por ojo y el mundo acabará ciego”. Así rezaba el inefable Gandhi con unas lentes que bien presagiaban una creciente presbicia. Ignoro si la venganza es un plato precocinado de sabor dulce o amargo. Ni siquiera alcanzó a entender si es más apetitoso servido como vianda fría o caliente, aunque siempre se ha dicho que la venganza es un plato que se sirve frío. Será porque no soy vengativo. Mi ira se autoconsume y se apaga en mí mismo, y razones he tenido para ser iracundo.
Hay un sentimiento primario muy próximo al sadismo que lleva a que existan personas que no hallan satisfacción ante una ofensa si no se toma la revancha correspondiente. Entiendo que no soy sádico porque rehuyo la venganza, si bien eso no significa que no padezca sufrimiento que he de administrar con la paciencia de Job. No soy amigo de pagar con la misma moneda pero tampoco contribuiré a querer que a los que me ofenden les vaya bien. Lisa y llanamente que no cuenten conmigo aquellos que alevosamente se comportaron de forma ingrata o cruel.
El vengador es terriblemente pesado, sobre todo cuando se ve en la obligación de manifestar su rencor infatigable en todo momento y circunstancia. Segregan dopamina a doquier que les inunda el encéfalo plano y bullen las neuronas en busca de cobrarse la debida venganza. En el Instituto Max Planck de Alemania se demostró en estudios realizados hace algunos años que el deseo de venganza emerge a partir de los seis años. Antes, en la más tierna infancia, los niños sienten rechazo al castigo de quien previamente ha hecho algo malo.
Y algo de eso debe ser cierto porque recuerdo una experiencia en primera persona del singular cuando estudiaba en un colegio de curas. Un compañero zafio y bodoque tuvo la tentación de atizarme un sopapo de campeonato sin venir a cuento, ante la mirada incrédula del resto de criaturas del patio. Pues bien, parte de los mocosos decidieron que había que vengar esta afrenta. Para ello maniataron al atontado y me lo ofrecieron en sacrifico para que le asestara unas cuantas brazadas. Pero, como ya he adelantado, no soy hombre de venganza retardada y me retiré en franca despedida ante la mirada atónita de mis vengadores.
Del mismo modo, en la Universidad de Kentucky (USA), se llevó a cabo un experimento para comprobar qué efecto podía tener el placer en un adulto de cobrarse debida revancha. Para ello se les suministró a todos los participantes un muñeco de vudú. Previamente, participaron todos en un juego de pelota en el que conscientemente el resto de participantes se negaban a pasar el balón. Pues bien, la irritación y la frustración derivada de no poder participar en el juego se diluía cada vez más cuanto más se desahogaban perforando el muñeco con agujas, al punto que el enfermo de venganza recuperaba progresivamente el equilibrio emocional.
A veces, la venganza es una reacción desquiciada a los despechos emocionales, convertidos en versos por Darío Jaramillo. En su poema Venganza: “Ahora tú, vuelta poema, / encasillada en versos que te nombran, / la hermosa, la innombrable, luminosa, / ahora tú, vuelta poema, / tu cuerpo, resplandor, / escarcha, desecho de palabra, / poema apenas tu cuerpo / prisionero en el poema, / vuelto versos que se leen en la sala, / tu cuerpo que es pasado / y es este poema / esta pobre venganza”.
La venganza por celos, de hecho, está presente en grandes obras de la literatura universal. “Medea y Fedra” de Euripides; “Otelo” de Shakespeare; “Memorias de Leticia Valle” de Rosa Chacel; “Las amistades peligrosas” de Choderlos de Laclos; “Cumbres borrascosas” de Emily Brönte; “El túnel” de Ernesto Sábato; o el más doliente de todos, “De profundis” de Óscar Wilde. Son experiencias de venganza por amor, quizá las más destructivas y patológicas.
Hay venganzas de cocción lenta y venganzas de efecto inmediato e instantáneo. Las primeras deben ser muy dolorosas porque suponen arrastrar la iracundia a cada instante hasta que das por cumplida la venganza deseada. La venganza instantánea suele surgir de un hecho imprevisto que aconseja una reparación rápida por el modo en que se ha producido y la inmediatez de la presencia de los malvados.
Mientras la primera devora al pretendiente de venganza porque esta se adueña del enfermo de revancha, la segunda supone en ocasiones que no se mida adecuadamente la proporcionalidad de la reacción. Son esos momentos en la vida en los que el lóbulo temporal y la amígdala entran en ebullición con tal pulsión que se hacen incontrolables.
Tengo la sensación, por testimonios ajenos, de que la venganza es dulce cuando se preparan los alimentos en el momento previo a introducirlos en la olla. Pero tengo por presunción que la venganza prolongada tiende a dar cronicidad a las heridas y a remover el pasado causante del daño, prologando el dolor hasta provocar una terrible sensación de insatisfacción. Yo solo me pido ser vengador si soy como Thor, Hulk, Iron Man o el Capitán América. Los Vengadores de los cómics. La otra venganza, la de la ira, para los otros vengadores, que los hay y en cantidad industrial.
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