España es un país que, en su intención inmanente de acabar consigo misma, siempre tiene un objetivo previo que es acabar con sus ricos. Hay que reconocer que nuestro país comparte este hábito jurásico de estigmatizar la riqueza de los otros con muchos países europeos, muy alejados de la tradición norteamericana y parcialmente de la costumbre británica.
A salvo del mito del indiano hecho a sí mismo en los tiempos en que viajar no era un imponderable sanitario, el rico español en el ideario igualitarista de los malpensantes, es, cuando menos, un explotador y un ladrón. El rico estimula los pensamientos más abyectos por pura mezquindad y envidia. Ese pecado capital, lejos de extinguirse con la pandemia, se propaga a un ritmo vertiginoso, buscando siempre a un chivo expiatorio que permita descargar toda la ira del igualitarismo sin causa.
A lo largo de los últimos meses, muchos ingenieros sociales de la nueva normalidad, han golpeado la reputación de Amancio Ortega, con la fruición con la que deben aporrear las puertas del edén igualitarista.
Bajo el dogma de que si es rico es porque ha delinquido, muy propio del desbarre intelectual en tiempos de cólera, todo aquel cuyo patrimonio supera determinados umbrales es un atracador, además de un esclavista.
Los autores de esta esperpéntica idea, entre la inanidad mental y la pelusa de clase, prefieren una sociedad sin ricos a una sociedad sin pobres, so pena de que si no hubiera pobres no tendrían justificación ni legitimidad para desarrollar sus párvulas doctrinas. El odio al rico es, en definitiva, una ideología basada en conceptos primarios y en fundamentos de fase cero del desconfinamiento intelectual.
En la España de las cacerolas a las ocho de la tarde, la tolerancia cada vez se degrada más. El espíritu de colmena se ha difuminado como el elixir de una tetera mágica y no sabemos qué quedará de él en unas semanas. Cuando la polarización social es tan patente, el populismo de pandereta agravia al rico por mérito, porque en defecto de él no tiene discurso ni explicación de ser. Tal es así que hay cierta tradición en España entre los ricos de ocultar sus riquezas, o, al menos, presentarse ante los demás con una trabajada modestia por temor al estigma ramplón de la envidia social.
En mis primeros años de carrera profesional viví en Mallorca, tierra de una estructura social genuina, donde no existe una adoración exhibicionista de la riqueza. Si por el Paseo Marítimo de Palma de Mallorca se ve avanzar dos vehículos en paralelo con dos ricos, uno con un coche de hace quince años y otro con un descapotable último modelo, tenga por seguro que el mallorquín será el primero. La cultura del nuevo rico en Mallorca es denostada porque invade la privacidad y la contención de una isla que, por sí misma, ya es un tesoro que no se debe esquilmar.
El envidioso sufre en su propia envidia por el éxito de los otros, pero extinguido el rico, le falta la otra mitad de su vida y no halla sentido a su irrelevante ideología de clase. Ahora bien, como nuestro país es tierra de amplios contrastes, la intolerancia social se ceba no solamente contra el que obtiene el éxito sino también contra el que fracasa. El complejo torpe de ciertos españoles de abominar de cuanto hacen los demás no es sino el ejemplo claro de que somos inmisericordes con los demás, ya porque triunfen, ya porque fracasen.
Pero lo más paradójico es que, por algún descuido evolutivo, hay una parte importante de la sociedad española que aprecia más las formas de enriquecimiento vinculadas a la suerte, que las derivadas del esfuerzo y del trabajo. Cuando en Navidad se reparten fortunas por obra y gracia de los bombos de San Ildefonso, hay imágenes suculentas de algunos españoles disfrutando de su previsible nueva vida. Compárese entonces cómo se concibe la riqueza obtenida con el esfuerzo constante y con las amenazas de la competencia y del riesgo empresarial, con la fortuna alcanzada con la compra de un décimo de lotería.
En nuestro país de picos sin palas, el afortunado de la lotería es una especie de héroe nacional que ha asaltado por unos días los cielos de los ricos, mientras que el rico por esfuerzo tiene que estar intentando cerrar el balance del año, con no poco sacrificio interno. Si al finalizar el año, un empresario esforzado y honrado saliera a la puerta de su empresa para celebrar que ha cerrado el ejercicio con una cuenta de resultados saneada, se percibiría como una imagen grotesca y punible socialmente. Rasgos ancestrales de nuestro país a cuatro fases.
Pero, atención, porque existe una clase de ricos que viven de mantener viva la llama de la lucha de clases por mucho que ellos ya se hayan instalado cómodamente en su residencia de lujo. Hacer de la crítica al rico una forma de vida para enriquecerse solo puede pasar en un país tan envidioso como España. De este modo, la indolencia intelectual y el gregarismo pandillero de raza política lleva a que si el rico es de los miembros de un grupo, es un rico justificado y honesto, amén de moral. Pero como el rico no pertenezca a esa ganadería, el rico es un Belcebú mal nacido y mefítico, un esclavista sin escrúpulos antipatriota y mangui.
Cuando a veces sintonizo la televisión y veo cómo un presentador, después de haber maltratado la reputación de un rico español, da paso a un periodista en plató con más fincas que un fondo buitre en Andorra y con más servicio que la Zarzuela, y mantiene el discurso beligerante de clase, mientras le calienta el bogavante su cocinero peruano, me pregunto hasta dónde hemos llegado. Porque dan ganas de volver a hacer las Indias. Y regresar pasados unos años para comprobar si seguimos en la misma fase de desconfinamiento.
*Fotografía de portada: Ishan @seefromthesky
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