En un reciente debate de televisión en el que participé, un representante de una formación política catalana de corte, nunca mejor dicho, independentista, se dirigió sin prólogo ni preparativos a un miembro de la mesa a la voz de “racista”. En estos tiempos que corren, como si el tiempo corriera, lo más sencillo para agraviar a alguien es insultarle a la coda de “facha”, “machista”y “racista”. Incluso cuando el interpelado no ha abierto la boca. Facha, machista y racista por estar callado, porque si hablas puede ser peor. Para ser racista, hay que practicar. A continuación el ejemplo.
El actual Presidente de la Generalitat publicaba en El Món el 19 de diciembre de 2012 lo siguiente: «Ahora miras a tu país, y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeros, víboras, hienas. Bestias no obstante con forma humana, que gorgotean odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con verdín, contra todo lo que representa la lengua. /…/ Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su ADN. ¡Pobres individuos!». Nada nuevo en la historia del pensamiento desde el Viejo Testamento hasta el Nuevo Testamento de la Cataluña sedicente. Monstruoso y hediondo presenta el enemigo hasta la misma Biblia cuando se refiere al Anticristo, «expandiendo en sus sentido el hedor más horrible, destruyendo las instituciones de la Iglesia con la más feroz de las codicias; se reirá con maldad con un rictus enorme enseñando horribles dientes de hierro». Vean y pasen.
No se queda atrás otro artículo publicado por el disidente de la Generalitat en El Matí el 2 de enero de 2012: «No, no es nada natural hablar en español en Catalunya. No querer hablar la lengua propia del país es el desarraigo, la provincialización, la voluntad persistente de no querer asumir las señas de identidad de donde se vive». Y en esa senda de orgullo, culminaba un artículo en MónTerrassa el 19 de diciembre de 2012, el mismo Presidente: «¿O es que ustedes jugarían a una Catalunya independiente convertida en una inmensa Feria de Abril /…/? Yo, no». Pasen y vean.
En la construcción del enemigo, los aspectos fonéticos están en la base del discurso, y, si no, que se lo digan a la alcaldesa de Vic. Umberto Eco invoca a Wagner cuando describe al Anticristo que procede del pueblo de los judíos, para describir la propuesta de odio basada en la lengua: «Lo que nos repugna particularmente es la expresión física del acento judío. /…/ Nuestro oído se ve afectado de manera extraña y desagradable por el sonido agudo, chillón, seseante y arrastrado de la pronunciación judía: un empleo de nuestra lengua nacional completamente impropio /…/ nos obliga durante una conversación a prestar más atención a ese cómo desagradable del hablar judío que a su qué». A la regidora de Vic le deben taladrar los tímpanos un hablante castellano. Y hasta los ojos, pero siempre quedará la clínica Barraquer.
En este sentido la televisión se convierte en el catéter para prestar coartada a la formación y deformación del enemigo. Y, en ocasiones, esa televisión, plasma arriba, plasma abajo, tiene financiación pública, pues lo primero que hacen los dueños del poder absoluto es utilizar la televisión como un acelerador de partículas para someter a toda una sociedad al pensamiento único del macho alfa de la tribu. Y qué tribu. La manipulación de toda una sociedad bajo la condición de la configuración de un monstruo que nos odia y que nos roba. Y del monstruo al miedo solo hay un paso.
Umberto Eco hace uso de un fragmento de 1984 de George Orwell para ilustrar sobre el proceso intensivo de germinación del odio: «Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio. Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuerte silbidos. /…/ Los programas de Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia. /…/
Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremisiblemente. /…/ Un éxtasis de miedo y vergüenza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante». Goldstein existe hoy. Y es un cuerpo social del que forman parte quienes leen este artículo. Quizá no lo sepan. Quizá no quieran saberlo.
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