Regreso al espíritu rebelde de James Dean
James Dean sigue vivo incluso en el pensamiento y en la imaginación de quienes no lo conocieron.
Probablemente, eran los ojos azules de James Dean siempre esquivos, oblicuos y a punto de estallar en mil cristales. O quizá era ese cabello enhiesto y atrevido, a punto siempre de fruncirse en mechones sobre un rostro tan bello como inundado de angustia. O tal vez fuera el pantalón vaquero y la camiseta ajada sobre un cuerpo que era un junco torcido sobre un poste eléctrico o sobre una pared en ninguna parte. Pero, sobre todo, eran sus brazos y sus manos, que imploraban respuestas adolescentes al tiempo que demandaban un afecto imposible en un mundo donde la intransigencia era principio y la rebeldía, una condena. Quizá como ahora.
Esos mismos brazos que dejaron de agitar remordimientos y de aflorar traumas de juventud una tarde de 30 de septiembre de 1955 en la carretera de Salinas. El mismo día que había acabado el rodaje de ‘Gigante’. Su Porsche se estrelló a 160 kilómetros y la estrella se apagó y, con ella, la conciencia crítica de una generación entera. Alberga su muerte toda la mística alegórica de su vida en ciernes, pues vino a chocar contra un ‘Ford’. Quizá el paradigma más conformista y adocenado del socorrido ‘American way of life’.
El mito de James Dean
James Dean es la síntesis de toda una generación. Un actor que no interpretaba a sus personajes, porque sus personajes eran él mismo. Fue mito en una sociedad que se desmoronaba como un timo, quizá como ahora, una sociedad plagada de traumas y espantada por el horror de la posguerra mundial. Fue rebelde sin conmiseración, porque no se apiadó de las reglas ni de las convenciones de una sociedad horrorizada por los estragos de la muerte en el Pacífico y en Europa.
Pero, esencialmente, James Dean actualizó el complejo de Edipo. Lo hizo en el contexto de esa misma sociedad que perdía su identidad por días, ajena a que la Guerra había terminado. Fue la prosa incómoda, el relato turbador, la narrativa mortificante que contravenía el recurso de la lógica anteponiendo el discurso de la rebeldía. Icono en una sociedad decadente que no era consciente de su inevitable decadencia. Quizá como ahora.
Dean no podía dejar de ser él mismo. El héroe-mártir ambiguo, la herida abierta de una juventud malherida que se había extraviado tras escapar del paraíso de la infancia. La soledad atribulada de toda una generación de americanos que habían perdido el horizonte. Quizá como ahora.
Dean era un ser primitivo, frágil como el cristal, inquieto e inestable. Imprevisible cuando los demás se aproximaban a él, porque no quería abdicar de sí mismo. Dean era un proverbial hombre-niño, inadaptado y con sentido de culpa. Es el desarraigo y la escisión con un mundo que no comprende, porque el mundo tampoco le comprende a él. Quizá como ahora.
Muchos se preguntan si existió de verdad
Representaba, a su manera, el buen hombre edénico, recién hallado en un bosque desde que nació y que busca reconciliarse con los suyos. Cabe preguntarse, aunque sea por preguntar, si James Dean existió o fue simplemente un tótem de ocasión en una sociedad en descomposición. Contesta Terenci Moix: «Al recordarle no sabe uno si invoca a un actor o a un espectro que pasó a demasiada velocidad para comprobar si fue real. En poco más de un año rodó tres películas, armó la marimorena con su comportamiento contra las costumbres de Hollywood y desapareció dejando tras de sí un culto necrofílico y la leyenda del «furor de vivir», título que los franceses dieron a su segundo filme ‘Rebelde sin causa'».
Frente a la opinión de Moix, asceta en un mundo de sentimientos erotómanos, nadie puede dudar que James Dean consumó una de las mayores revueltas sociales de la modernidad. No es un mero icono evanescente consumido por el furor del cine rápido, sino una leyenda que hizo añicos la deshonesta apariencia del sueño americano. Si Brando quiso emular a Dean, ya nadie pudo replicar a éste y el modelo se extinguió. No sabemos cómo habría sido Dean con sesenta años. Ni falta nos hace. Pero sería estúpido pensar que el enfrentamiento generacional solo fue producto de unas circunstancias derivadas de la conmoción de un periodo histórico. Gran error.
El mito y el hombre siguen vivos
James Dean sigue vivo incluso en el pensamiento y en la imaginación de quienes no lo conocieron. Porque su causa, su justa causa, sigue latente. La ira de generaciones enteras de jóvenes, ataviados en la camiseta de la frustración y de la desilusión, sigue presente. Y se convierte en voz y en clamor en las grandes movilizaciones sociales para luchar por un estadio casi utópico de satisfacción. Pero también en una respuesta enérgica a los obstáculos que todavía perviven en el seno de muchas familias, aquellos conflictos que tienen lugar intramuros y que nunca se cuentan. Son las pesadillas sempiternas de las relaciones padres-hijos que arrastran su furia emocional más allá de continentes y épocas.
El mito inconformista está aquí, encarnación de su persona y de su personaje. Al este de James Dean hay un mundo próximo de decepciones y fracasos de una sociedad que se colapsa por momentos bajo la mirada desencantada de millones de jóvenes. Quizá como ahora. Son también niños que buscan amparo en una sociedad que no entienden. El eterno retorno a Dean, en cualquier banco de un parque, en cualquier poste eléctrico de una ciudad de provincias. Quizá, no. Ahora.