En los años de la peste moderna, en los que el miedo se propaga por la desinformación y se inocula por la ignorancia, hay ciertos hechos imperturbables, inamovibles y hasta imperecederos. Dentro de la perenne, de lo usual y hasta de lo necesario, están los funcionarios públicos, una especie necesaria antropológicamente y un verdadero estabilizador social e institucional. En España son cerca de tres millones los empleados públicos que garantizan que la estulticia y la mediocridad de ciertos políticos no impida que el gran tecnoleviatán siga funcionando. Tal como está todo últimamente, basta con la tropa de funcionarios y una sociedad civil tradicionalmente fuerte con unas empresas consolidadas, para contrarrestar la impericia y el bloqueo de los que únicamente vienen a vivir del cuento y de la cuenta de Instagram. Qué barato les sale a ellos y qué caro a los demás.
Y no seré yo quien defienda en su integridad a esa masa informe del torno y de la ficha de horario matinal en los años del coronavirus, porque, por experiencia y por mi condición de funcionario, en el reino de los Cielos hay toda clase de especies. Confieso además que mi iPad es un maldito roedor de conciencia porque cada vez que escribo que soy un empleado público en excedencia, el corrector me devuelve a la realidad y brota la palabra «excelencia», un recordatorio de lo que debería ser.
«Hay funcionarios a los que deseas mejor suerte y carácter en otra vida»
Es extraño que haya una familia en España que no tenga un funcionario al que llevar a la mesa, como Plácido, el día de Navidad. Y es extraño que algún cuñado o nuera irrelevante e irreverente no le mire de soslayo, yugulado por la envidia y por la incertidumbre. Cada funcionario carga, en su cargo y descargo, con sus propias motivaciones, con sus miedos ecosistémicos, con sus aspiraciones de productividad y moscosos. Hablan un lenguaje de raíz administrativa que cuesta entender para los mortales que ignoran las razones mismas de su existencia y de su persistencia. Por haber vivido en la tribu con ellos durante muchos años, hay funcionarios que adoptarías y te llevarías a casa, y hay funcionarios a los que les deseas mejor suerte y mejor carácter en otra vida, si llegan a tenerla.
Hay funcionarios enamorados, como el protagonista de «La tregua» de Benedetti, Martín Santomé, un oficinista viudo que encuentra el amor, su tregua, en una compañera de trabajo, el trabajo o la monotonía existencial: «En mi historia particular, no se han operado cambios irracionales, virajes insólitos y repentinos. Lo más insólito fue la muerte de Isabel./…/ Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado».
Como también hay funcionarios líricos que orillan la jubilación, así en el poema «Después» del mismo Benedetti: «El cielo de veras no es éste de ahora/el cielo de cuando me jubile/durará todo el día/todo el día caerá/como lluvia de sol sobre mi calva./…/ Nadie pedirá informes ni balances ni cifras/y sólo tendré horario para morirme». Un sujeto lírico alienado, con una ansiedad paralizante, que llega al punto de arrojar de sí incluso el sentimiento de tristeza, puesto que las exigencias del trabajo no le permiten satisfacer sus necesidades como individuo: «Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:/siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,/y, claro, está prohibido llorar sobre los libros/porque no queda bien que la tinta se corra».
«Los funcionarios hablan un lenguaje de raíz administrativa que cuesta entender»
A mi memoria viene en este punto, un conmovedor poema de uno de nuestros grandes poetas del siglo anterior, Rafael Morales, al que ningún arcángel de «La isla de las tentaciones» recitaría, titulado «La oficina», perteneciente a «La máscara y los dientes» de 1962, en el que se refleja el estado de alienación del funcionario, abismado en su trabajo intemporal e impersonal, tan ajeno a él: «Y el hombre ante su mesa con un mar de papeles/que exigen, que demandan, que ruegan, que lamentan,/escribe largas cartas, sin corazón, con números,/escribe nombres, calles, escribe indiferencia./Pudo escribir: el Prójimo no existe. Pero puso/sobre el papel timbrado: No puede ser. La empresa/es totalmente ajena a su desgracia. Y luego/firmó por orden. Rubricó. Puso la fecha./Las máquinas de escribir/van dejando en el papel/su mecánico decir». Un año antes del poema de Morales, Carlos Muñiz escribía la obra de teatro «El tintero», una obra formidable a caballo entre el clima claustrofóbico de Kafka y el teatro del absurdo. Es angustia e incomprensión las que se apoderan del oficinista Crock, hundido en una esquizofrenia latente:
Desde hace un tiempo a esta parte, mear, lo que se dice mear, mea todo el mundo fuera de tiesto. Y como España es rica en proverbios y refranes, a falta de tiempos mejores para la lírica, allí va: para los pandilleros sin oficio político, «al que a buen árbol se arrima, nadie le va a mear»; para algún político convertido recientemente al poder, «deja al macho mear y así descansará»; para los tontos de hoy y de siempre, «quien contra el aire quiere mear, por fuerza se ha de mojar«; y para los ingratos, «yo te enseñé a mear, y tú me quieres ahogar». Habrá que esperar a que esto mejore.
*Fotografía principal by Bethany Legg on Unsplash
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