Almodóvar siempre impregna sus películas de algo suyo. A algunas las dota de referencias personales, pero ninguna ha sido tan “suya” como ‘Dolor y Gloria’ en la que, sin ser un relato cien por cien autobiográfico, el director manchego se ha vaciado, verbalizando momentos y sentimientos nunca expresados hasta ahora. Entre un elenco muy coral, destaca la redonda interpretación de Antonio Banderas, al que acompañan los magníficos Asier Etxeandía y Leonardo Sbaraglia, así como Penélope Cruz, Nora Navas, Raúl Arévalo y una perfecta Julieta Serrano.
‘Dolor y Gloria’ narra una serie de reencuentros de Salvador Mallo, un director de cine en su ocaso. Algunos de ellos físicos, otros recordados: su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia en busca de prosperidad, el primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80, el dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y palpitante, la escritura como única terapia para olvidar lo inolvidable, el temprano descubrimiento del cine y el vacío, el inconmensurable vacío ante la imposibilidad de seguir rodando. ‘
Dolor y Gloria’ habla de la creación, de la dificultad de separarla de la propia vida y de las pasiones que le dan sentido y esperanza. En la recuperación de su pasado, Salvador encuentra la necesidad urgente de narrarlo, y en esa necesidad, encuentra también su salvación.
Sin haberlo pretendido, ‘Dolor y Gloria’ es la tercera parte de una trilogía de creación espontánea, que ha tardado 32 años en completarse. Las dos primeras partes son ‘La ley del deseo’ y ‘La mala educación’. Las tres películas están protagonizadas por personajes masculinos que son directores de cine, y en las tres el deseo y la ficción cinematográfica son los pilares de la narración, pero la forma en que la ficción se entrevera con la realidad difiere en cada una de ellas.
Ficción y vida forman parte de la misma moneda y la vida siempre incluye dolor y deseo. ‘Dolor y Gloria’ revela, entre otros temas, dos historias de amor que han marcado al protagonista, dos historias determinadas por el tiempo y el azar y que se resuelven en la ficción.
La primera es una historia que, cuando ocurre, el protagonista no es consciente de vivirla, la recuerda 50 años más tarde. Es la historia de la primera vez que sintió la pulsión del deseo, Salvador tenía nueve años. La impresión fue tan intensa que cayó desmayado al suelo, como fulminado por un rayo. La segunda es una historia que transcurre en plenos ochenta, cuando el país celebraba la explosión de libertad que llegó con la democracia.
Esta historia de amor que Salvador escribe para olvidarse de ella, acaba convertida en monólogo, interpretada por Alberto Crespo (Asier Etxeandía) y firmada por el actor. Salvador no quiere que nadie le reconozca y le regala la autoría al intérprete, cediendo a su insistente demanda. El monólogo se titula ‘La adicción’ y Alberto Crespo lo interpreta frente a una pantalla blanca, desnuda, como único decorado. La pantalla blanca lo representa todo, el cine que Salvador vio en su infancia, su memoria adulta, los viajes con Federico para huir de Madrid y de la heroína, su forja como escritor y como cineasta. La pantalla como testigo, compañía y destino.
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