Pepe Carvalho regresa a los mares del Sur
Ignoro lo que podría pensar y escribir ahora Vázquez Montalbán en los años del terrorismo islamista, de la deriva independentista y del artículo 155 de la Constitución.
Si este país no estaba suficientemente satisfecho con la anunciada exhumación de Franco, ahora ha tocado el turno del desenterramiento de un antihéroe de ficción, quizá el antihéroe total de la transición, el detective Pepe Carvalho. Existen magras diferencias entre ambos movimientos de tierra y de pluma, pues la extracción a la nueva gramática de Carvalho ha sido autorizada por la familia y por la propia editorial. Reconozco, y excuso, mi ignorancia sobre la identidad del neoescritor, al que hay que augurarle grandes éxitos, si bien yo habría sido incapaz de asumir tan onerosa carga.
Desconozco qué habría opinado Vázquez Montalbán, a cuyo testimonio y testamento literario intuyo que servirán sus herederos. Cuarenta años han transcurrido desde que se publicase “Los mares del Sur”, la primera novela de la serie que mi autobiografía narrativa contuvo como primera lectura, apenas cumplidos los diez años.
Para los no instruidos y no revelados en la literatura de Vázquez Montalbán, la novela arranca con el hallazgo del cadáver apuñalado de un importante hombre de negocios catalán, Carlos Stuart Pedrell, en un solar de un barrio obrero del sur de Barcelona. El fiambre se hace cuerpo presente tras un año en el que el pudiente hombre de barrio alto había desaparecido, al parecer después de emprender un viaje iniciático o de punto final, por la ruta de Gauguin en Tahití y aledaños. Todo lo demás es oficio y deber de lector, si lo hubiere.
Es un juego ocioso trasladar la visión de un escritor muerto a la actualidad desde una perspectiva puramente subjetiva. Es un ejercicio tan falaz como ingenuo y solo puede atender a las ansias de los presuntuosos que son capaces de interpretar a los difuntos. Pero vale la pena hacer otro ejercicio. Un experimento de contraste. Desplazarse a la Barcelona de finales de los setenta, al espíritu lastrado de la Transición, a los años de la confusión y de la melancolía por lo que no podrá ser.
Y allí hallamos al escritor que declaró que eran elementos contragénero de la literatura de Carvalho “el viaje, el desplazamiento, la imposibilidad del paraíso y la imposibilidad de la unión”. Un catecismo de frustraciones que, como lectura de viaje, podría haber ojeado perfectamente algún político local en sus viajes en el último año. A pesar de la lucha libre por avanzar en aquellos años de esperanza colectiva, el universo de Vázquez Montalbán adquiere forma de desilusión traumática, de conflicto inmanente entre la realidad y el deseo.
Un conflicto emocional que solo puede desembocar, entonces y ahora si nos remitimos a los últimos acontecimientos, en una huida agónica y fracasada. Stuart Pedrell construye una utopía mundana, una forma crónica de evasión de la realidad. No cabe la redención, cualquiera que sea la causa de la misma y las utopías acaban colapsándose. Frustración y fracaso, dos sustantivos que, en su máxima amplitud social y política, describen nítidamente la situación actual. “Las víctimas son consecuencias” sentencia el detective en una frase que es todo un prontuario de vida.
Pero buceemos en el océano del humor desencantado e inteligente de los personajes de la novela, en ese mundo bifronte de Arriba (Vallvidrera) y Abajo (Ramblas), esa cosmovisión metropolitana entre el mundo superior, el mundo del orden, y el mundo inferior, el infierno donde actúan las fuerzas del mal. En cambio, ningún personaje es lineal. El maniqueísmo no vale para Vázquez Montalbán. Nadie es completamente bueno, del mismo modo que nadie es obtusamente malo. Son mestizos, en las sombras y en las luces. Ni el detective Carvalho, ni Biscúter, su amigo, ni Charo, su amante de pasado tabernario. Ni Bromuro, un limpiador de botas seducido ideológicamente por el ecofascismo.
Todos son víctimas, porque todos son consecuencia de un mundo que se derrumba, a pesar de que parece que todo empieza. En esa atmósfera negra, como la novela, hay un personaje simbólicamente puro e inocente, que es su perrita “Bleda”, femenino de bledo.
Y aquí emerge el lado más conmovedor, más humano del detective, que no incita a la sonrisa del lector sino a la melancolía: “¿De qué depende que un hombre y una mujer sean seres humanos y un perro no? La haré estudiar el Bachillerato. La llevaré al Liceo Francés y les diré: quiero que hagan de esta perra una directora de la Feria de Muestras o presidenta de la Asociación Nacional de perros empresarios. Cosmonauta. Bleda podría estudiar para cosmonauta o para primera bailarina del Bolshoi, o para Secretaria General del PCUS. Ningún perro ha construido San Magín. Ningún perro ha declarado jamás una guerra civil”.
Pero Bleda es asesinada, porque no cabe la esperanza en un mundo de desesperación y de pérdida. No hay salida, ni siquiera respuestas. Se lo dice Carvalho a Biscúter: “Yo te digo que esta sociedad está podrida. No cree en nada”.
Ignoro lo que podría pensar y escribir ahora Vázquez Montalbán en los años del terrorismo islamista, de la deriva independentista y del artículo 155 de la Constitución. Confieso que siempre que voy a Barcelona, paso por la Boquería y busco a Pepe Carvalho. Es la era estrellada de los restaurantes de Michelin, cuando para algunos Michelin seguirá siendo un muñeco albino y neumático en cualquier carretera secundaria de la Transición. No me corresponde a mí reinventar al detective, o como dicen los modernos, actualizarlo. Deseo suerte al autor.
Y espero encontrar en la Barcelona novelada del uno de octubre, a un sacerdote desaparecido de una parroquia del Rabal, a un mosso de esquadra de padres palentinos, entregado como transexual a la copla en un club de Balmes, a un joven homosexual de familia conservadora y de raíz española que bebe los vientos por un independentista de Mataró, a una prostituta que practica sadoquismo con un burgués del viejo sistema catalán, ahora auspiciador del nuevo nacionalismo y a un paquistaní que se forra con un taller clandestino en Sabadell donde se zurcen banderas españolas y esteladas.
Bromuro limpiará los zapatos mirando, con congoja y aprensión, la Rambla. Y por allí descenderá Carvalho, a vueltas entre la próstata y la impotencia. Y, nuevamente, el paraíso será una quimera en una sociedad desencantada consigo misma.