Cuando oímos hablar de orgullo dentro de las relaciones, a todos nos viene a la cabeza el componente más negativo de este. Aquel que nos lleva a indignarnos con los demás, por ejemplo. O aquel por el que no damos nuestro brazo a torcer, esperando a que sea el otro el que ceda, pida perdón o reconozca sus errores. Sin embargo, el orgullo es en realidad una emoción humana muy compleja y llena de matices, que podrán llegar a manifestarse de forma tanto positiva como negativa. Descubre cómo afecta el orgullo a las relaciones y qué puedes hacer para evitar una mala interferencia en tus vínculos sociales.
Como individuos, debemos aprender a convivir con los demás, conciliando nuestros intereses con lo que se espera de nosotros. Esto comporta algunas luchas de poder de diferente calibre -grandes, pequeñas, e incluso a veces absurdas-, en las que podrá salir a colación el orgullo como una herramienta más, dentro de nuestros mecanismos de defensa.
Bien dosificado, el orgullo podría considerarse un tipo de medicina preventiva para la autoestima. Y como píldora psicológica, supone una especie de placebo para el amor propio al que todos podemos recurrir para muchas cosas: darnos a valer, evitar el abuso de los demás, o motivarnos a conseguir ciertos logros. En suma, bien aplicado, el orgullo supone asumir el reconocimiento personal frente a los demás, por el que nos presentamos como alguien que espera respeto y consideración.
Continuando con sus aspectos positivos, el orgullo también ayuda a mejorar nuestro autoconcepto en la medida en que sentimos nuestra propia valía, aumentando con ello la seguridad en nosotros mismos. Esta percepción se la transmitiremos también a los demás, generando unos vínculos sanos y satisfactorios, caracterizados por la ausencia de complejos o suspicacias.
Sin embargo, como todo, a veces el orgullo se puede volver excesivo e ir en nuestra contra. En estos casos se manifestará de forma poco saludable y a través de lo que conocemos como soberbia. Esta supone un defecto de la personalidad que lleva a uno a conclusiones equivocadas sobre sí mismo y sobre los demás. En concreto, el soberbio es aquel que tiende a sobrevalorarse, menospreciando a los que están en su entorno. Como consecuencia, de cara al exterior, el orgulloso transmitirá altivez y falta de humildad, atributos poco atractivos y que, por otra parte, pueden resultar intimidatorios.
Además de despreciar el criterio del resto, otra de las consecuencias del orgulloso exacerbado será su reticencia para admitir sus propios defectos. A esta autopercepción de ser “perfectos” le seguirá, como es lógico, la negativa a aceptar consejos o cualquier tipo de crítica constructiva dentro de la relación.
Cuando el orgullo es sano y tiene que ver con un buen autoconcepto, las relaciones se ven fortalecidas, ya que en ellas se promueve el respeto, la admiración y el apoyo mutuo. En cambio, el exceso de orgullo llevará a todo lo contrario.
Así afecta el tener un orgullo desmesurado:
Al creerse superiores al resto de los mortales, las personas demasiado orgullosas tienen dificultad para conectar emocionalmente. Así, no son capaces de ponerse en el lugar del otro, ni tampoco les interesa la percepción de sus necesidades.
En relación con la falta de empatía, y en combinación con la arrogancia, se genera una actitud poco abierta al diálogo, caracterizada por no escuchar el discurso del otro. Como consecuencia, no se resuelven los problemas, entre otras cosas porque ni siquiera se hablan.
La soberbia implica la dificultad para aceptar los propios errores, y no digamos ya para reconocerlos ante el otro. Dentro de cualquier relación, esto va a generar resentimiento. Cuando se trata de la pareja, se imposibilita asimismo la discusión constructiva, amenazando con su estabilidad en el tiempo.
Relacionarse con personas muy orgullosas obliga a aceptar una dinámica de desigualdad, en la que el otro siempre va a tener la razón. Con el tiempo, esto lleva a la frustración y a la sensación de un continuo desequilibrio de poder.
Esta ausencia de apoyo es especialmente notable en las relaciones de pareja, en las que el orgulloso se centra en sí mismo, olvidando las necesidades del otro, que van minando su autoestima al sentirse infravalorado.
Si algo caracteriza al orgulloso es la falta de flexibilidad y la cabezonería. Ni escucha ni quiere ponerse en la piel del otro, porque piensa, o mejor dicho, “sabe”, que tiene razón. Y aunque hay grados, y gran diversidad de situaciones capaces de despertar el orgullo, seguramente te resulte familiar, porque es un clásico de las parejas.
A todos nos ha pasado alguna vez que nuestra pareja nos agravie con alguno de sus comportamientos, esos que no soportamos, y que con suerte no se dan a menudo. Léase ser egoísta, insolidario, no haber cumplido con su palabra o no apoyarnos en cuestiones educativas con los niños, por poner unos ejemplos. Cualquiera de ellas parece una razón de peso para ponerse uno digno y para reprochar, para cabrearse o incluso dejar de hablar al otro como castigo. Sin embargo, optar por el orgullo mal entendido de no perdonar y no intentar arreglar las cosas pueden acarrear graves consecuencias. Porque tal vez en esta ocasión ha sido una tontería, pero si mañana pasa algo similar, y pasado mañana otra, se están sucediendo factores de estrés de carácter sumativo que van erosionando la relación.
Así pues, cuando te sientas en la tentación de castigar a tu pareja por una cuestión de orgullo, piensa que hay algunos defectos en su persona que jamás vas a poder corregir. Es más, tal vez no merezca la pena ni intentarlo. Pero sobre todo, hazte la siguiente pregunta: “¿Quieres llevar razón o ser feliz?”
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