En carnaval se presenta la primera ocasión oficial del año para disfrazarse, y aunque tiene mayor tradición en unas zonas geográficas que en otras, casi todos los colegios organizan actividades que invitan a los niños a hacerlo, generalmente en grupos. El resultado es un divertido despliegue de color a través de marchas, desfiles y niños disfrazados colectivamente de una misma cosa o personaje.
El disfraz cumple, pues, en el caso del carnaval, el doble propósito del cambio de identidad y del sentido de pertenencia a un grupo. Pero no son solo estos los beneficios de disfrazarse para los niños. La costumbre de disfrazarse tiene un componente cultural y social muy importante, en algunos casos históricamente vinculada a la religión, como sucede con el carnaval. Este marca el inicio de la Cuaresma cuando termina con el simbólico “Entierro de la Sardina”. En nuestros días, sin embargo, la religión es lo de menos.
Ejemplo de ello es Halloween, una fiesta pagana heredada del continente americano y que ya hemos adoptado como propia. Otro ejemplo es la cantidad de disfraces que tienen algunos niños y el uso frecuente que le dan en sus juegos, especialmente cuando vienen amiguitos a casa a jugar. Si sois de los que tenéis en casa un “baúl de los disfraces” o todo un espacio destinado en el armario para ellos, sabed que albergáis también un montón de tesoros favorables para su formación y desarrollo cognitivo, emocional y social.
La realidad es que los padres jugamos un papel importante, potenciándolo o dejándolo de lado como una actividad lúdica no supeditada exclusivamente al Carnaval o a Halloween. Los disfraces suponen, en sí mismos, unos elementos de juego con los que podrán desarrollar un montón de habilidades, comenzando por la imaginación. Aunque a unos pocos niños no les guste disfrazarse porque se sientan incómodos o ridículos – y en ese caso es mejor no forzarlos-, cuando sí les guste, el disfraz será un elemento que dé mucho juego en su educación.
En nuestra sociedad impera actualmente el valor de la tolerancia y la diversidad, y esto incluye el respeto por la identidad de género, referida no al sexo biológico, sino al sentido de pertenencia personal y subjetivo respecto a uno u otro sexo. En ocasiones no existe correspondencia entre el género biológico y la identidad de género, manifestándose este hecho habitualmente desde la infancia. Aunque esto, lógicamente, pueda mostrarse a través de los disfraces aprovechando el hecho de ser una ocasión socialmente aceptable para hacerlo, no quiere decir que el niño que se disfrace de niña (o al revés) se sienta del otro sexo.
Con los disfraces del carnaval y los teatrillos implicados en las fiestas o juegos con caracterización de personajes se exploran los diferentes roles de género, habitualmente tipificados en personajes de cuento o de películas, como superhéroes o princesas. Sin embargo, es una ocasión que los niños aprovechan a veces para cambiar su rol de género, sin que ello los convierta en necesariamente raros, transgénero o incluso gays, como podría pensar alguna mente obtusa. Así, a veces una niña querrá ser un niño, o un niño querrá vestirse de princesa. Estos comportamientos son normales y no deben juzgarse negativamente.
Si bien el disfraz tiene mucho de positivo, sus bondades pueden verse anuladas en algunos casos, ya que hay niños que rechazan categóricamente ponerse un disfraz y mostrarse públicamente con él. Las razones pueden ser varias, pero habitualmente obedece a que sean niños con un acusado sentido del ridículo o por simple falta de interés. En estas ocasiones los padres no debemos obligarlos a disfrazarse, salvo que sea obligatorio y suponga una afrenta o falta de consideración para los demás niños, como pudiera ser en el caso de una representación.
Podrá ser conveniente, sin embargo, abundar en las razones de este rechazo. Y, desde luego, lo que siempre debemos inculcar desde casa en estos casos es el respeto por el entusiasmo de los demás niños, e intentar “reconducir” el episodio del disfraz hacia opciones más discretas y que no le hagan sentir incómodo. Tengamos en cuenta que si le obligamos a disfrazarse en un contexto social y él se siente ridículo, aunque no lo esté, se mostrará inseguro o retraído y podrá afectar a su autoestima y relación con los demás niños. El sentido común y la flexibilidad de unos padres que conocen a su hijo sin duda serán capaces de resolver esta situación.
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