Aunque cada uno gestiona esto como buenamente puede, y las circunstancias de vida y variables personales son distintas en cada caso, lo cierto es que podemos encontrar ciertas semejanzas en el viaje emocional que a mediados del mes pasado emprendía toda España, y ahora un tercio del mundo.
A lo largo de la primera o de las dos primeras semanas de aislamiento, la mayor parte de nosotros sentimos cómo la incertidumbre y el enfado se apoderaban de nosotros. No entendíamos qué pasaba o nos resistíamos a sumirlo. Llamémosle indignación, negación o incredulidad, pero lo cierto es que reinaba una incómoda sensación de irrealidad.
De hecho, es muy ilustrativo en este sentido que hasta presidentes de gobierno de algunos países no pudieron evitar dejarse llevar por esa negación que, sin entrar en el terreno político, es una reacción humana y emocional muy frecuente ante el cambio.
El desconcierto dio paso después al raciocinio. A una mejor comprensión de la situación y a la asunción férrea de las responsabilidades que se nos habían encomendado. Se nos pidió que hiciésemos muchas renuncias y que asumiésemos cambios abruptos en nuestras rutinas de vida. Y eso no era posible sin que hubiésemos entendido antes la verdadera utilidad de tales imposiciones.
Por eso, solo después de la comprensión y la asimilación, llegó la adaptación. A estas alturas todos hemos pasado ya por el trámite de diseñar una rutina acorde a nuestras necesidades, y a las de nuestras familias. Y es posible, incluso, que tal rutina nos haya venido bien durante unos días o semanas. Pero el tiempo pasa y cuesta mantener el ánimo, cuesta mantenerse activo, centrado y motivado.
Son muchos los daños colaterales de esta crisis y es normal que el miedo se apodere de nosotros. Es normal también que, de vez en cuando, reine el caos y la preocupación en unas cabecitas que no paran de pensar, y que a veces nos provocan mucho sufrimiento. ¡Debemos poder comprender también todas estas preocupaciones, sin enfadarnos con nosotros mismos por estar preocupados o ansiosos!
Estos días el miedo es una realidad en muchos hogares en los que, por desgracia, la enfermedad se ha abierto paso y ha obligado a demasiadas personas a convivir con ella de manera atípica, en soledad, sin paliativos al sufrimiento emocional. Esta crisis ha llevado a muchas personas al límite de sus fuerzas. Por otro lado, quienes siguen sanos y no han tenido que presenciar el sufrimiento o la pérdida desde tan cerca, también padecen la situación, a su modo.
Algunos incluso se sienten mal por sentirse mal, maldita paradoja, porque consideran que no tienen motivos para sufrir y que son frívolos al lado de otras personas que sí “merecen” sufrir más. Desterremos esto de la meritocracia en el mundo emocional: cada uno sufre a su modo y en función de sus circunstancias. Está bien tener perspectiva, pero no seamos excesivamente exigentes con nosotros mismos y permitámonos ser imperfectamente humanos. Normalicemos nuestras emociones.
Además, la nostalgia por estar lejos de las personas a las que queremos es una emoción directamente asociada en esta atípica vivencia. Y de eso no nos libra nadie. También la tristeza por el sufrimiento de los demás, la angustia de las cifras, la preocupación por el futuro o la indignación por la falta de medios son estados anímicos en los que seguro que todos y cada uno de nosotros podemos identificarnos.
¡Y con todo ello hemos de lidiar! Porque no hay otra opción, porque se nos ha encomendado una misión clara, porque hemos entendido la excepcionalidad de las circunstancias que vivimos, hemos comprendido la emergencia y empatizado con quienes la están gestionando en las calles y en los hospitales. La situación es desconcertante y cada día nos sorprende con nuevas derivadas, pero seguimos siendo responsables y fieles a nuestra tarea encomendada: quedarnos en casa sabemos que funciona.
Por todo ello, desde el punto de vista estrictamente psicológico, es normal y esperable que las reacciones de todos y cada uno de nosotros sean diferentes y variopintas. Es más, es incluso normal, también, que uno consiga mantener cierta una actitud un día, pero no pueda evitar un giro radical a nivel emocional hacia la actitud contraria, al día siguiente.
Disponemos de una extraordinaria capacidad de adaptación (y también de obediencia, por cierto). Pero ser fuerte no implica no sentir, no dejarse llevar en algún momento por la angustia o por la anticipación de un futuro incierto. Lo importante no es sentirse desbordado en un momento u otro. Lo esencial y lo terapéutico es admitir que nos hemos sentido de ese modo y poder reconducir todos esos pensamientos hacia la racionalidad y el pragmatismo.
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