Parece mentira que, en apenas un año, hayamos tenido que cambiar todos nuestros hábitos sociales y afectivos por culpa del coronavirus. La crisis del Covid-19 ha impuesto toda una serie de cambios que comienzan por el modo en que nos relacionamos con nuestros amigos y seres queridos. Como adultos, nos ha costado más o menos hacernos al cómico choque de codos (a veces de puños) sustituyendo a los besos al saludar. Lo hemos aceptado al racionalizarlo como necesario. Pero, ¿qué sucede con los niños? Tan acostumbrados a besar y abrazar a sus padres, abuelos, además de a sus amiguitos, los más pequeños también tienen que aprender a dosificar su contacto físico con nuestra ayuda.
Lamentablemente, hasta que no se dé por finalizada la pandemia o se alcance la anhelada “inmunidad de rebaño”, nuestra vida y forma de relacionarnos no podrán ser como antes. Incluso, una vez pase todo, es posible que nuestros patrones de manifestación física de afecto hayan cambiado para siempre. Sin duda alguna, nuestra cultura es muy de tocar, y muy de besos y abrazos, pero lo cierto es que en otras sociedades menos “toconas” también existe afecto entre las personas, aunque lo que cambia es la forma de expresarlo.
Bajar un poco el ritmo y la efusividad en el contacto social será muy positivo en términos de higiene. Además de acercarnos más a otras culturas en las que el contacto físico no cobra tanto protagonismo en las relaciones y está hasta mal visto. Distinto será encontrarse uno en situación de enfermedad o riesgo vital, momento en el que el contacto físico constituirá una ayuda imprescindible para sentirse amparado; en respuesta a ese hambre de piel o necesidad humana de sentir el contacto físico para seguir luchando por la vida.
El contacto físico al que tienden los niños se entiende como algo casi instintivo. De hecho, es algo fundamental para los seres humanos, ya que está demostrado que su ausencia debilita nuestras relaciones más cercanas y nuestra salud. Existe mucha evidencia científica de la necesidad del contacto físico entre las personas, sobre todo en la primera infancia e inmediatamente después del nacimiento.
Uno de los primeros en estudiar este fenómeno fue el psicólogo Rene Spitz, quien acuñó el término “Síndrome de hospitalismo”, allá por el año 1945. Lo hizo tras observar que muchos bebés enfermaban o no evolucionaban como debían en los orfanatos en los que se les brindaban unos cuidados meramente higiénicos. Esto es, los pequeños estaban desprovistos del cariz afectivo del contacto físico con su madre (o cuidadora, en este caso). Como consecuencia, enfermaban o incluso morían. Hoy en día en las unidades de maternidad se conoce, sin embargo, el papel del contacto físico y se sabe que nada genera mejor respuesta inmunológica en el niño que ese sentir piel con piel entre la madre y el niño.
Desde la psicología se habla, en este sentido, de la existencia de un “hambre de piel”. De una necesidad imperiosa de sentir el contacto humano y físico en condiciones críticas o de enfermedad. Este fenómeno explica, por ejemplo, cómo la falta de contacto físico durante la pandemia pudo (y aún puede) dañar nuestra salud, hecho muy acusado entre los ancianos que han muerto solos. El perjuicio de la falta de contacto se produce porque su carencia debilita el sistema inmune, además de influir en el ritmo del corazón, la presión sanguínea, y los niveles de las hormonas implicadas en las respuestas del estrés, como el cortisol.
El ejemplo más cercano de la importancia del contacto humano lo tenemos en un invento nacido recientemente en Brasil y que han denominado “manitas de amor”. Desde un hospital de Sao Paulo probaron a suplir la necesidad de contacto piel con piel utilizando guantes quirúrgicos rellenos de agua tibia. Los enlazaban entre los dedos de los pacientes, simulando el tacto y apoyo humano necesario para sobrellevar tan duros momentos. Tras obtener excelentes resultados, su invento ha dado la vuelta al mundo y con toda seguridad se pondrá en práctica en muchos otros hospitales.
Está claro que, además de cultural, sentir la proximidad física humana se hace necesaria en algunos momentos vitales. Sin embargo, salvo en condiciones muy graves de hospitalización, en la vida cotidiana podremos suplir el beneficio del contacto físico y del “hambre de piel” con otras acciones menos arriesgadas en términos de exposición al coronavirus. ¿Es posible seguir demostrando afecto a los nuestros sin que haya un abrazo, una caricia, o un gesto que implique necesariamente el tocarse? La respuesta es sí.
Existen otras alternativas para seguir recargando nuestras “baterías” emocionales, y que no implican apenas contacto físico. Y será nuestra responsabilidad como padres el inculcar algunas nuevas costumbres en los niños. Así lo expresa Ximena Duque Valencia, entrenadora de desarrollo personal, quien nos invita a sustituir los abrazos y los besos por otros gestos y miradas, igualmente eficaces para expresar el amor.
Las normas sociales de aplicación en la “nueva normalidad” no contribuyen a aclarar qué está o no está permitido hacer a nivel de relaciones sociales y afectivas. Y esta confusión es totalmente comprensible: ¿Cómo llegar a alguna conclusión, si las normas van cambiando cada semana? ¿Si hoy puedo llevar a mis hijos a visitar a sus abuelos, pero mañana no? ¿Hoy pueden quedar en un restaurante pero no en el parque? ¿Si en el parque pueden abrazar a sus amigos, pero no a sus tíos?
Tanto cambio genera confusión a cualquier adulto, pero aún más a un niño, que tiende a expresar el cariño de forma naturalmente impulsiva a sus seres queridos. Por nuestra parte, queremos que lo sigan haciendo, aunque de una manera más contenida, físicamente hablando. Para ayudar a los más pequeños, esta experta nos invita a practicar nosotros mismos y a enseñar a los niños las siguientes fórmulas para demostrar el afecto sin recurrir al habitual contacto físico tan instaurado en nuestra cultura social.
Las palabras, ya sean de agradecimiento, reconocimiento o afirmación, son excelentes vehículos para demostrar nuestro cariño. Podemos utilizarlas para elogiar, demostrar empatía y bromear. En definitiva, para sacar una gran sonrisa a quien tengamos cerca en cada momento.
La mirada también resulta esencial a la hora de expresarle el cariño a una persona. Mantener el contacto visual es imprescindible para descubrir esos pequeños gestos que nos permitirán saber lo que en ese momento está sintiendo nuestro familiar, amigo o pareja. Ya sea de manera automática o irracional, está claro que una situación de interacción entre dos personas se vuelve mucho más torpe si ambas no se están mirando a los ojos.
El cariño no es algo que deba ser demostrado simplemente a través de acciones puntuales, porque corremos el riesgo de que esto sea visto como algo superfluo o interesado. «Una muestra de cariño es siempre bien recibida. Pero no es suficiente para que surta el efecto deseado y tenga un significado verdadero para la persona que lo recibe. También será necesario compartir muchos momentos con esa persona, hacer que pasar tiempo juntos no sea una excepción», afirma Ximena Duque.
Seguro que durante la etapa de confinamiento hiciste algún favor a alguien, ya fuese a aquella pareja de vecinos mayores a la que les comprabas el pan diariamente, o dando clases exprés de informática a un tío o abuelo que no sabía cómo unirse a las videoconferencias familiares. Puedes mostrar a tus hijos que los actos de servicio o favores son otra gran muestra de cariño que podemos seguir regalando a nuestros seres queridos y que, además, nos reportarán grandes dosis de satisfacción personal.
Muchas veces, y de manera inconsciente, nos dejamos llevar por nuestros sentimientos de felicidad y alegría al reencontrarnos con amigos y familiares. Esto provoca que nos centremos en nosotros mismos; sin darnos cuenta de que la persona que tenemos enfrente puede necesitar que la escuchemos o la preguntemos cómo va todo. Recuerda que tenemos dos oídos y una boca: saber escuchar, preguntar o compartir los momentos más difíciles es otra gran muestra de cariño.
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