La noticia que llegaba desde China a principios del pasado mes de septiembre podía ser catalogada, cuanto menos, de indigesta. El gobierno del país más poblado del mundo tomaba la decisión de regular el tiempo de uso que sus menores dedican a las redes sociales y a jugar a través de Internet. Como profesional de la salud mental, jamás podrá parecerme negativo que se ponga la atención en la infancia; o que se vele por garantizar el óptimo desarrollo de los más pequeños. Más bien al contrario. Estoy convencida de que todo lo que implique poner el foco en la educación y en la formación -hecho con asesoramiento profesional, criterio y rigor- es una apuesta segura para la construcción de una sociedad más avanzada.
Sin embargo, esta noticia se nos ha de atragantar un poco. ¿Acaso no es llamativo y preocupante que tenga que ser un gobierno el que regule aquello que debería ser el resultado de la educación, el diálogo y la comunicación en familia? Algo estamos haciendo mal en el mundo entero cuando las leyes han de respaldar lo que las normas de convivencia en casa no han podido contener.
La caída de Facebook, YouTube e Instagram, así como la ansiedad que muchas personas experimentaron en las escasas horas en las que las principales redes sociales del globo dejaron de funcionar, es otro claro ejemplo de nuestra dificultad para distinguir entre el uso y el abuso de multitud de herramientas tecnológicas.
Son muchos y muy acelerados los cambios que hemos experimentado en nuestras formas de interacción social en apenas dos décadas; y es normal que, en algunas ocasiones, el vertiginoso desarrollo tecnológico nos haya desbordado o pasado por encima. Por eso merece mucho la pena repensar acerca de nuestro acercamiento a las redes. Y también formular toda una serie de críticas constructivas. Unas que nos ayuden a entender mejor cuál es la verdadera función que le conferimos o que le queremos conferir a la comunicación virtual en nuestras vidas.
Y, en este sentido, surgen algunas preguntas fundamentales a las que hemos de poder dar una respuesta clara y explícita. Sobre todo para estar seguros de que somos nosotros quienes hacemos el uso que queremos y que verdaderamente necesitamos de las redes. Para estar seguros de que el control está de nuestro lado y de que no sucede al contrario, es decir, que no son las redes las que se apoderan sutil pero expansivamente de nuestro tiempo y de nuestros recursos. Las preguntas son las siguientes y conviene disponer de sus respuestas de la manera más clara, directa y esquematizada posible:
Muy sencillo, abusamos de las redes a partir del momento en el que el tiempo y los recursos que les dedicamos interfieren o nos distancian de algún modo en nuestro óptimo desarrollo. Sobre todo en nuestras áreas de vida significativas (área social, familiar, académica, laboral, personal…). A partir del momento el que su uso o las derivadas del mismo generan malestar individual; o a partir del momento en el que nos impiden desempeñar nuestros quehaceres cotidianos con normalidad.
Abusamos de las redes en el plano estrictamente social, aquél en el que teóricamente nos han de ser útiles, cuando favorecen el aislamiento en lugar de la interacción social; cuando resultan ser sustitutivas y no complementarias en el mantenimiento de nuestras relaciones sociales; cuando la virtualidad reemplaza o le gana un terreno innecesario a la prespecialidad; y cuando nos damos cuenta de que se han convertido en el origen de refuerzo social primordial en nuestras vidas, por encima de otras actividades o fuentes de gratificación en la interacción con los demás.
Sin alarmar, pero siendo bien conscientes de que la respuesta es afirmativa. Y también de que todos somos más o menos vulnerables, en un momento de nuestras vidas, ante el padecimiento emocional derivado de las características de los distintos escenarios de vida en los que nos movemos y nos relacionamos con el mundo.
Las redes favorecen un tipo de comunicación más inmediato, pero, muy a menudo, también mas superficial y arquetípico. Tendemos a exhibir una porción muy sesgada de nuestra intimidad; y asistimos también al escaparate de las vidas de los demás sin ser conscientes de cuán filtrado está ese escaparate. Corremos el riesgo -ese que preocupa especialmente entre los más jóvenes, por el mero hecho de poseer una mirada más inmadura y sugestionable acerca del mundo- de construir referentes vacíos; o perseguir estilos de vida muy alejados de lo que supone la vida en realidad.
Lo queramos o no, nos exponemos a una inmensa cantidad de mensajes simplistas y frívolos. Y por lo general no contribuyen en absoluto a enriquecer nuestras estrategias de afrontamiento frente a las potenciales dificultades a las que sí o sí habremos de enfrentarnos. Por no hablar de la tiranía de los criterios y cánones estéticos que integramos con normalidad; a pesar de que conllevan hábitos de vida nada saludables.
Además, la inmediatez tampoco está exenta de riesgos. Y las redes son una derivada más de una sociedad de consumo en la que se promueve la dependencia de refuerzos inmediatos (clics, me gustas…) por encima del valor del esfuerzo, la responsabilidad o el trabajo que solo da frutos en el largo plazo. El aislamiento, el abandono de actividades, la frustración, la ansiedad, la tristeza o el desarrollo de miedos y fobias son los síntomas que con mayor urgencia han de activar todas nuestras alarmas; tanto si los experimentamos en primera persona como si los apreciamos en nuestros hijos.
Antes de esto se convierta en un asunto de Estado, como ha sucedió en China, no cometamos el error de no asumir responsabilidades; ni de renunciar a la psicoeducación como potente herramienta de trabajo. Desde las casas hace falta educación, información, diálogo y mucha supervisión. Toda herramienta lleva aparejado un manual de instrucción y nosotros, los adultos, somos los encargados de interiorizar dicho manual. Pero no solo, también debemos traducírselo a los demás en el lenguaje que mejor se adapte a su nivel de desarrollo madurativo.
Frente a los riesgos, el mejor mensaje del adulto pasa por reconocer errores propios; hacer esfuerzos de autorregulación y contención (que también los necesitamos); promover espacios de intimidad libres de tecnología; hacer una buena distinción entre el uso laboral y el uso recreativo, así como una buena diferenciación entre el uso adaptativo y el abuso desadaptativo.
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