La tasa de reincidencia en agresores sexuales ronda el 20% a nivel mundial. Lo sabemos a raíz de múltiples estudios e investigaciones llevadas a cabo en cárceles de todo el planeta, pero sobre todo en Europa y Estados Unidos. En cambio, la reincidencia general de cualquier delito, excluyendo los de carácter sexual, ronda el 50%. Cierto es, entonces, que la cifra no debería ser, en apariencia, excesivamente alarmante… Pero por supuesto que lo es. Porque detrás de cada uno de esos execrables abusos o agresiones sexuales se esconde una de las más indignas formas de agresión a una mujer o a un menor, detrás de cada cifra hay una víctima indefensa y una vida rota.
La reincidencia de un agresor sexual nos alarma sobremanera porque la violencia sexual que se ejerce, eminentemente contra mujeres y niños, constituye en sí misma un delito aberrante; además de que este tipo de casos se dan a conocer acompañados de un importante y lógico ruido mediático. La alarma social que en estos tiempos se está generando en España es preocupante y sin duda refleja un problema de fondo, no es solo ruido. Los casos de violadores excarcelados a causa de la derogación de la doctrina Parot, y también de otros disfrutando de sus primeros permisos penitenciarios, que a los pocos días de poner un pie en la calle reinciden, han abierto un acalorado debate acerca de qué debe hacerse con este tipo de delincuentes y si su reinserción es verdaderamente posible o no.
Pues bien, existe cierto consenso entre los profesionales e investigadores de la psicología y la psiquiatría en considerar que unos ciertos perfiles de personalidad bien específicos pueden llegar a ser notablemente resistentes al cambio y a la influencia terapéutica y, por lo tanto, difícilmente sensibles a procesos de resocialización. Hablaríamos de un porcentaje de delincuentes muy reducido pero con un potencial inconmensurable para transgredir las normas sociales establecidas y un profundo desprecio por la vida de los demás. Perfiles complejos que aglutinan marcadas tendencias antisociales, quizá también rasgos narcisistas, elevada impulsividad, extrema agresividad, esquemas sociales disfuncionales, profundas deficiencias emocionales y otros patrones de conducta desviados y perversos, bien enraizados.
Para este tipo de casos, en teoría, se modificaron las leyes para introducir las penas de Prisión Permanente Revisable (que, dicho sea de paso, para ser verdaderamente revisable, debe conceder un peso mayor al informe de los técnicos psicólogos, psiquiatras y educadores en los informes emitidos por la Junta de Tratamiento de las cárceles, por encima el concedido a los funcionarios). Pero, en un escenario mucho más halagüeño, sabemos que la terapia sí es eficaz en la rehabilitación de la mayor parte de delincuentes y agresores violentos, incluso en casos de execrables crímenes o de índole sexual.
Si el porcentaje de reincidencia en agresores sexuales rondaba el 20%, los programas de terapia cognitivo-conductual aplicados en primer lugar desde las cárceles han demostrado reducir esa tasa en otro 50% como mínimo. Es decir, que la terapia sí es una medida eficaz para garantizar la reinserción de delincuentes sexuales, fin principal que teóricamente persiguen las penas de prisión. Sin embargo, ni la terapia es obligatoria para este tipo de agresores, ni se aplica con los suficientes medios como para garantizar o incluso optimizar su eficacia. Estamos todos de acuerdo en que normalmente la voluntad del paciente es necesaria para someterse a cualquier tipo de proceso terapéutico, pero nada justifica que este principio se mantenga también para personas privadas de libertad a causa de sus propios actos. ¿Qué menos que pedirles un papel activo y responsable en su propio poseso de reinserción?
Esta terapia, bien aplicada y con los recursos necesarios, es larga y compleja e incluye principalmente, entre otras medidas terapéuticas, las siguientes áreas de trabajo personal:
Es decir, un completo trabajo que abarca las áreas cognitivas, emocionales y conductuales de los delincuentes. Los psicólogos especializados sabemos cómo hacerlo, pero reclamamos que estos programas se implanten con seriedad: desde las cárceles y también con un seguimiento exhaustivo posterior, organizados en torno a grupos terapéuticos, ofreciendo recursos de ayuda y también terapias individuales de obligatoria asistencia.
Y más allá de una completa terapia… ¿qué hay? Pues poco más. La castración química que en un primer momento surgió como medida milagro para la erradicación de la reincidencia en los agresores sexuales, no cumple ni mucho menos con las expectativas que se le han querido atribuir. En primer lugar, porque las limitaciones éticas y jurídicas hacen de ella una media también voluntaria y, en segundo lugar, porque creer que la castración química erradica la reincidencia de un violador significa no comprender nada acerca de la psique de estos individuos y las motivaciones de su conducta delictiva.
La agresión sexual no es el resultado de un único problema, de un trastorno claro o un rasgo psicológico determinado. Como ya hemos defendido antes, es el resultado de complejos perfiles de personalidad y patrones de conducta que no son homogéneos a todos los individuos y no pueden simplificarse. Siempre con la precaución de que nada se aplica de manera sistemática a todos los casos posibles, hemos de considerar al agresor sexual como una personalidad generalmente inhábil para el establecimiento de relaciones sociales, con baja autoestima, inseguro, muy inmaduro desde el punto de vista emocional, con poca tolerancia a la frustración e incapaz de gestionar sus emociones y auto controlar sus impulsos.
El delincuente sexual se explica en base a su preferencias sexuales desviadas, su conducta social disfuncional y también sus creencias distorsionadas acerca a de sí mismo, de su papel en la sociedad, acerca de los demás y acerca de las mujeres, los niños o quien quiera que sea el objeto de sus agresiones. Además, este tipo de personas tienen dificultades para resonar emocionalmente con los demás y racionalizan su culpa (son habituales auto justificaciones tan indignantes como: “Lo hice porque no me dejó opción…» o “Aunque fuera forzado al final tuvo que gustarle…”).
En teste contexto, muchas de las agresiones sexuales no se practican guiadas en exclusiva por la mera excitación sexual (que la castración química reduce o incluso sofoca mediante la administración de un tratamiento hormonal que disminuye los niveles de testosterona) sino que se explican mejor por una necesidad de ejercer una relación de poder, de abuso de poder. Es decir, como una especie de reivindicación perversa frente a la sociedad y frente a uno mismo que conducen al agresor a establecer relaciones sexuales desde el sometimiento de la víctima (ya sea o no capaz de tener, además, relaciones sexuales normalizadas) y siendo precisamente el ejercicio de poder la principal motivación de la agresión. La castración química, por lo tanto, puede reducir al máximo la excitación sexual, pero ni modifica los esquemas cognitivos del agresor ni soluciona sus heridas narcisistas para que ese ejercicio de poder no le sea necesario.
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