Me cuenta un buen amigo, de gran estatura profesional y bien conocido en los mentideros capitalinos por ser una de las mentes más luminosas de este país, que, hace muchos años, Luis García Berlanga envió un guión escrito con Rafael Azcona al Director General de Franco responsable de las mamandurrias de la fiscalización de pecados e indecencias morales. A los días, el manuscrito fue devuelto, debidamente censurado, como consecuencia de una escena aparentemente aséptica que, más o menos, comenzaba del siguiente modo: “Madrid. Gran Vía. Seis de la mañana. Amanece en Madrid y un grupo de personas desciende por la acera de la izquierda…“. Perplejos, pero escarmentados por la censura del texto, deciden visitar al inquisidor del régimen para comprender la causa del reproche. El Director General no titubeó: “Querido Berlanga, no me haga pasar por idiota, sabe que donde ustedes escriben eso, lo que realmente se va a ver en la película es a un Ministro saliendo de un club de alterne de la Gran Vía...”.
Hasta aquí, la comedia blanca de una España de sexo convexo y de fornicio con luces apagadas. Pero esa comedia de prosa revenida esconde una tragedia, quizá la peor de todas, el drama de tantas personas que sobreviven dominadas por el terror y la necesidad. Niñas invisibles de ayer y hoy que no forman parte de la historia porque no queremos que existan. Su existencia palidecería nuestra conciencia de hombres justos que democratizan sus valores al mismo tiempo que conservan sus horrores. Indignos.
El Marqués de Sade no habría pasado un solo renglón de su obra en la vieja guarida del veto moralizante del franquismo militante. Sade, cuya conducta privada fue un ejercicio constante de degradación penalmente reprobable como demuestra el contenido de algunas sentencias condenatorias que se le impusieron, era un profundo conocedor del submundo de la explotación sexual. Él mismo fue protagonista y víctima propiciatoria del entramado que el poder podía tender en las bifurcaciones que se extienden por los largos y oscuros corredores del hampa de la lujuria. De hecho, en un área entonces comprendida en el ámbito del ilegalismo, y ahora en el del alegalismo, la prostitución ha venido a conformar una especie singular de delincuencia.
En el siglo XVIII la depravación había llegado hasta las más horrísonas cotas del abuso, incluidos niños, como puso de manifiesto el ciudadano Picquenard, comisario de policía de París al Presidente del Directorio: “París goza de la más absoluta tranquilidad, pero es imposible disimular el hecho de que cuesta cara a la República, ya que sólo existe a expensas de la moral. Es imposible hacerse una idea de la disolución y depravación públicas… Es preciso decíroslo todo ciudadano Presidente: acaban de traer a la oficina central varios niños del sexo masculino, el mayor de los cuales apenas tenía seis años, infectados sin excepción del virus venéreo. Estos pequeños desgraciados cuyas palabras no pueden oírse sin un estremecimiento, son llevados al Palais Royal por sus madres para que sirvan de instrumento de las orgías más horribles e infames. Las lecciones de la execrable “Justine” (quizá la más célebre obra de Sade) son puestas en práctica con una audacia sin precedentes, y los esfuerzos de la guardia son casi impotentes contra esa turba pestilente de criminales de todas clases. La prostitución femenina está en su apogeo. El más antiguo inspector de policía no ha visto jamás tal cantidad de mujeres públicas“.
Las sombras de la prostitución y del sexo retribuido han podido servir, y hay múltiples ejemplos pasados y presentes en la historia de todos los países, para que se sumerjan a determinados individuos en las cloacas de la hipocresía más miserable. En este sentido, no pierde actualidad el informe del ciudadano Picquenard. Por un lado, destaca el informe que París posee una paz social, una tranquilidad que no pone en cuestión el orden institucional o jurídico. De otra parte, la contrapartida de esa tranquilidad, el precio abonado por la paz aparente es la existencia de un ámbito de ilegalismo tolerado donde bulle la marginalidad y la criminalidad.
Madrid, como París entonces y ahora, padece la esquizofrenia de su doble moral, la misma moral que consiente la esclavitud a cada esquina mientras los mismos consumidores de ese sexo prostituido pasean indiferentes por las aceras de la mano de sus esposas. Más de medio siglo después de la anécdota de Berlanga, la Gran Vía sigue mostrándonos nuestra humillante e infame trastienda ética, una puerta de atrás donde se cuela la explotación de niñas y mujeres, privadas de sus pasaportes, estremecidas y aterradas por las amenazas del vudú de hampones de carne viva, angustiadas por la suerte de sus familiares en América, convertidos en cualquier aldea de Ecuador o de Perú en rehenes de las violaciones que sufren diariamente en Madrid. Son invisibles porque no queremos verlas. No existen. No están. No son.
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