Nos duele lo que no queremos que nos duela, y nos duele porque nos duele. El dolor se oculta pero no deja de sentirse. Y en estas tristes horas en que experimentamos el sufrimiento en nuestras vidas, pero también en la vida de los otros, hay quienes pugnan por silenciarlo negando su nítida existencia y hay quienes apelan a su exhibición impúdica. Porque es veraz y está contrastado que el miedo moldea a los seres humanos como animales morales, miembros afectivos de una sociedad desapacible, como también moldea la maldad, en la medida en la que desde la malignidad se han mortificado a los hombres en nombre de grandes revoluciones.
Más de una vez hemos escuchado a lo largo de la historia lo de la irrupción de una «nueva normalidad social». Desde mi libertad, únicamente aspiro a que nadie me diga lo que es normal. Absténganse, por favor, de forjar normalidades, que no hay mayor normalidad que la fuerza de voluntad individual.
El dolor no se apaga comúnmente en sí mismo. Generalmente es una acelerador de reacciones cuando existe una razón aparente de injusticia individual o social. Es un propagador de equidad que actúa parcialmente, en ciertos casos, como diluyente del dolor. Pero no siempre. Por mi experiencia profesional tuve que hacerme cargo de algunas tragedias de este país como el terremoto de Lorca o la tragedia de Germanwings. No desvelaré lógicamente mis experiencias personales, ni mis vigilias de días con familiares en noches de luto, angustia y ausencia. No lo haré porque forma parte de mi conciencia consciente y de la conciencia de los que lo vivieron.
Allí se contempla el sufrimiento incuestionablemente real, sin artificios televisivos, sin medidas, cautelas o manipulaciones. Un dolor inconmensurable e intransferible. Porque hay veces que los medios construyen una visión violenta y perturbadora, y en otras, niegan el sufrimiento como si no existiera. Son tiempos paradójicos en los que algunos medios empleaban la morbidez sin filtros hasta hace escasas semanas, para pasar ahora a una especie de trance de silencios cómplices. Ni aquello ni esto. Deontología y profesionalidad siempre, y no ética fija discontinua.
En una tragedia como la que vivimos, hay y habrá diferentes formas perversas de apropiación del dolor. En política, desde las instituciones hasta los partidos políticos se afanarán por socializar el dolor, con fenómenos tan extraños como la victimización de los Gobiernos que se presentarán como los primeros damnificados de la pandemia. Grave error moral porque se anuda este comportamiento a la ética de la irresponsabilidad política.
Habrá medios de comunicación que también urdirán una narrativa singular del dolor que moldurarán a su antojo hasta convertirla en un relato inverosímil y sectario. El dolor deja entonces de ser un sentimiento individual para convertirse en un elemento de construcción social. Y puede llegar a banalizarse sin escrúpulos por vendedores impúdicos de audiencia.
En las situaciones difíciles que viví se experimentaba una mutación del sentimiento que, en horas, pasaba de la angustia de la ausencia y de la fatalidad, a la búsqueda de una explicación, para, en un número importante de casos, acabar en la infinita busca de la justicia.
«Que nadie se apropie del dolor. Que no se convierta en un espectáculo».
La fe, además, alimenta el perdón y deshoja el sentimiento de venganza. Cuando no hay fe, todo es posible porque nada es creíble. Y además está la soledad. El sentido del sufrimiento. O la soledad del que sufre, que busca en muchos casos un acompañamiento estable para mitigar el dolor o, incluso, para compartir acciones colectivas tanto en el ámbito de la justicia como en el ámbito de la comunicación.
Forma parte de la obsesión lógica y humana de no quedarse replegado o encerrado en el mero sufrimiento individual. Evitaría en estos momentos de dolor abalanzarme sobre asociaciones de fortuna que se constituyen en las primeras horas con el fin de alcanzar notoriedad o rendimiento. Alguna hay y me avergüenzo de ver lo que veo.
Que nadie se apropie del dolor. Que no se convierta en un espectáculo. Que no se convierta en una excusa para diluir la responsabilidad. Que no se convierta el dolor en lo que no es. Que nadie lo interprete porque no se puede interpretar. Que si el dolor es personalísimo, más lo es la reparación del sufrimiento, a cuyo fin solo puede actuar cada ser humano en su escala de satisfacción o insatisfacción. Respeto entonces.
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