Acepto que soy el traumatólogo de Leo Harlem en la película Perdiendo el Este. Asumo que, por mucho que el bueno del leonés me bautizase como el Ricardo Darín de Jaca, el cine es devoción pero no favoreceré por más tiempo el hundimiento de la industria en España, por mucho que pronto se descubra que he reincidido con Rodolfo Sancho, Miriam Díaz-Aroca y Cayetana Guillén Cuervo en otro proyecto de inminente estreno.
Reconozco, en cambio, que tengo una nueva oferta para participar en un thriller, que es gran género cinematográfico, a falta de otras categorías del séptimo arte a las que mi cuerpo no ha sido llamado ni lo será, por pudor y prestigio. Cuestión de talla y de talento.
En la comedia producida por Nacho García Velilla, hay una crítica subyacente a la insatisfacción de toda una generación de españoles que han tenido que abandonar nuestro país para buscar oportunidades profesionales en lugares fríos y de habla extraña. Se han resignado, muy a su pesar, a hacer maletas y liarse la manta a la cabeza, en una Europa con muchos corazones con freno y marcha atrás.
Pero, de un tiempo a esta parte, comienzo a sentir un espíritu de rebeldía nuevo, una sedición inconsciente de una juventud que se subleva ante el porvenir cautivo y ante las reglas acomodaticias de una sociedad cegada. Son nuestros hijos y no los reconocemos porque somos ya incapaces de reconocernos a nosotros mismos. Y se rebelan inteligentemente, sin ira, con la melancolía del personaje de Melville, Bartleby, el escribiente.
En la trama del relato del escritor norteamericano, un abogado autocomplaciente de Nueva York contrata a un nuevo escribiente para compensar la falta de rendimiento de sus tres empleados. Enfrentado a una ventana desde donde contempla la construcción de la megalópolis, el nuevo empleado comienza a trabajar. Un buen día, rechaza una orden de su jefe bajo la respuesta terrorífica “Preferiría no hacerlo” (“I would prefer not to”). Desde ese instante, el escribiente, un hombre sin memoria aparente ni biografía, se resiste a aceptar los nuevos encargos del abogado, replicando siempre la misma frase.
El abogado, arrastrado hasta los límites de la razón por la actitud de su empleado, decide despedirlo, pero Bartleby se niega a abandonar la oficina. Huyendo del absurdo de la situación, el abogado opta por mudarse a unas nuevas oficinas, pero el escribiente decide quedarse en su despacho. Bartleby es aprehendido por la policía ante su resistencia a abandonar la oficina que había convertido en su hogar, y es finalmente encerrado en la cárcel, donde se deja morir por inanición.
“I would prefer not to”. En vez de pronunciar una negativa categórica, un “no” firme, se decanta por la displicencia y hasta la soberbia con su “prefer”. Es una expresión al punto intolerable, incomprensible por absurda, en una sociedad que expulsa a cualquier tipo que no se acoja a las reglas establecidas. Desde un punto de vista etimológico, “preferir” procede del latín “praefero”, donde “prae” significa “antes de” y “fero”, sufrir.
Así, Bartleby podría utilizar la negación como una fórmula pretendida para soportar el sufrimiento. No quiere el escribiente pertenecer a esa sociedad, así de sencillo, y es plenamente consciente de ello cuando pronuncia casi al final la frase: “Sé donde estoy”. Bartleby se subleva contra las reglas y convenciones dominantes, pero no de forma beligerante. Esencialmente las niega.
Así nuestros jóvenes, hoy y ahora. Rebeldes sin quererlo, rebeldes con consciencia y con conciencia, que lo mismo es. Preferirían no hacerlo pero saben que no tienen otro remedio que decir que no. Son también escribientes en un mundo donde cada vez hay más muros, ahora digitales, allí donde en Berlín cayó la muralla. Y aspiran también a no sufrir.
Lo más grave, o quizá lo más esperanzador, es que “la preferencia por el no” tiene un efecto-contagio, y se inocula involuntariamente en más individuos, como de hecho pasa también en la historia de Melville donde el resto de empleados empiezan a utilizar también la expresión “preferir”. Preferiría ser siempre joven y entender ese espíritu inmanente de rebeldía. Preferiría no ceder a la tentación de la renuncia. Preferiría no hacerlo.
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