Marlon Brando nunca fue un actor de método, porque no hay método para describir el comportamiento de un animal. Mientras en Estados Unidos se libraba la última gran guerra del siglo XX y derramaba la sangre de sus soldados en el Pacífico, un joven en edad de servicio, un trotacalles, rebelde sin pesar y con causa, aporreó un portal del 31 West, 27th Street, entre la Sexta Avenida y Broadway.
Cuando Stella Adler abrió aquella puerta contempló a un holgazán, un buscavidas de mirada agreste, vestido con un pantalón dentellado y unas zapatillas de suela errante. “Soy Marlon Brando“. Para entonces, ya era un gandul a la fuga en busca de salvación y de redención, un prófugo de sí mismo y de toda su familia.
La luz del buscón le llevó al monstruo huido a encontrar en el teatro su refugio y hasta su manumisión como hombre, antes de que el animal lo devorase para siempre. Stanislavski y su método eran pamemas para un Brando que repudiaba sistemas porque el método era él. Por eso, tras dos semanas de escasa inspiración en el taller de Adler, ésta puso a prueba a sus discípulos y les propuso que interpretasen a una gallina amenazada por una bomba.
Mientras los crédulos de Stalisnavski entrechocaban en la habitación, sin rumbo conocido y cloqueando su muerte, Brando, a puertas y espuertas de ser estibador para siempre, se arrojó al suelo en un ángulo de la sala y puso un huevo. Mientras los demás abatían plumas y se resignaban a su extinción, Brando optó por la salvación de la especie. Especie que es la suya.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que España se dividía entre las conmovedoras feligresas de Paul Newman y las adoratrices turbadas por Robert Redford. Dos hombres, un destino y una elección falaz porque entre ambos, la respuesta para mí era nítida: Marlon Brando. Metafísica de la belleza animal, cualquier gesto era una manifestación visceral, una entraña viva que se extendía por todos sus músculos. Rabia y ternura. Mirada insaciable, canina, salvaje.
Cuenta Tennessee Williams que cuando se preparaba la adaptación para el cine de ‘Un tranvía llamado deseo’ (1951) quiso conocer la disposición del actor: “Brando y yo paseamos por la playa para hablar de su papel en la película, pero no cambiamos una palabra. Enmudecí, porque ese hombre era el más hermoso del Universo“.
Era una combinación de sexualidad, que la sensualidad se le quedaba corta, de fascinación y de nostalgia, porque había algo, qué sé yo, que irradiaba terneza. Ángel caído con pretensión de Dios en un mundo que se le quedaba cada vez más chico. Era una aleación irresistible, y no había kryptonita, y bien lo supo al final de su vida, que pulverizase su fiereza.
Mito inesperado en un mundo de aspirantes, de gestos cotidianos y de intérpretes automatizados por el poder de la industria. El monstruo los devoró y construyó su personaje, único porque el huevo nunca se rompió. Era un lobo entre hombres. Otros hombres quisieron ser lobos, salvajes y bárbaros, como él. Y bien que lo intentaron desafiando la ley de la racionalidad y del deseo.Al Pacino, Robert de Niro, Willem Dafoe, Dennis Hopper o Jack Nicholson. Lo intentaron y, a pesar de su valor, nunca llegaron a conseguirlo del todo. Había herencia pero nunca hubo herederos. Era único. Era Brando.
“Odié a Kowalski, nada tiene que ver conmigo. Es una bestia y yo soy un hombre sensible”. Y paradójicamente era el bestia íntimo el que hablaba. Kowalski, personaje protagonista de ‘Un tranvía llamado deseo’ se convirtió en un icono, un ídolo patético de belleza irreflexiva, absoluta, en aquel inquilinato de bajos fondos y de humedad de alcantarilla. Nunca antes alguien vistió ni visitó una camiseta igual, tostada por el sudor y la iracundia, de un ser que no se soportaba a sí mismo de egocéntrico que era.
Si Clark Gable, antítesis del brandismo, había sacudido los cimientos del lobby empresarial de los fabricantes de ropa interior masculina cuando lució torso sin camiseta en ‘Sucedió una noche’ (1934), hubo que esperar al estreno de ‘Un tranvía llamado deseo’, 17 años después, para reivindicar el T-shirt como paradigma de la rebelión y del desencanto. Había más erotismo en una pavesa de sudor recorriendo el textil de Brando que en toda la superficie amorfa y trapezoide del pecho descubierto del héroe abigotado de ‘Lo que el viento se llevó’(1939).
Pero algo más cambió en el rodaje de aquella película, no sólo para nosotros sino también para él. A leches y puñadas jugaba Brando en los descansos de la película con el equipo técnico. Nunca controlaron musculatura ni ímpetus, así que de una guantada le reventaron la nariz, declinando el tabique hacia forma de águila. Tras aquel porrazo, la nariz descompuso, o compuso finalmente, el trazo definitivo de un rostro impenetrable, pero sagrado.
Irrepetible. Muchas generaciones después ya casi no se le recuerda. A lo sumo, en el expresionismo evitable del cromatismo de sus últimas películas con voz ronca de Padrino o en la mantequilla de una película maldita de tango y Sena. Brando es blanco y negro, labios oscuros de carne y gimnasio, plano frontal. Brando es cuerpo apaelado, mirada continua, violencia sobre violencia. Brando es ‘La ley del silencio’, ojos y chupa de dársena, es Zapata, es Julio César.
Es cada segundo, porque cada segundo de su interpretación es un prodigio de profundidad, de brutalidad, de horror bello y de belleza horrorosa. Nadie podía sostener su mirada. Lobo contra hombres. Se hizo inmenso y le devoró su inmensidad en su atolón. Por momentos, quería reventar como si dispusiera del tiempo de los dioses, y engulló el mundo y hasta a su propia familia. Quizá desistió de sí mismo y buscó la plenitud en la muerte.
‘El horror, el horror’. Así finaliza Brando (Kurtz) en ‘Apocalypse Now’ (1979), probablemente el último gran papel de la bestia como bestia. Kurtz, el que se adentra en el corazón de las tinieblas, en el Vietnam de la muerte de toda una generación, es un ser esencialmente humano, tan humano que opta por volver al origen, a lo primitivo, a lo iniciático. Y desde el origen, se hace Dios y juez de todo y de todos, aunque, sin paliativos, afirma que “juzgar nos derrota“.
Es un Dios idolatrado en el núcleo de la selva, un buen salvaje revelado a una nueva fe, donde el horror y el terror moral conviven. Kurtz, en una secuencia, pregunta a Willard: “¿Ha pensado alguna vez en verdaderas libertades?” Willard legitima así su intención de matar al monstruo en su paraíso. Tanto Brando como Kurtz rompieron en un momento de sus vidas, ficción o no, su dependencia con las convenciones morales, y se declararon, cada uno a su manera, en rebeldía. Quizá esa es la parte que todavía atrae. Esa parte oscura en la que podamos vencer nuestras culpas y nuestros reproches. Brando puso un huevo. Tenía 19 años. Y nada volvió a ser igual.
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