Me comentaba una paciente hace unos pocos días, que se estaba sorprendiendo de lo mucho que su ex marido se encargaba de sus dos hijos desde que se habían separado. Y que ella misma, desde que había dejado de compartir hogar con quien había sido su “pareja de toda la vida”, tenía la sensación de estar pasando también con sus hijos más tiempo o, cuanto menos, un tiempo de mayor calidad.
¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo es eso posible hasta en casos como el de esta mujer que siempre se ha comportado como una madre entregada? Con ella, precisamente, si algo hemos tenido que trabajar en terapia ha sido justo eso, ayudarla a salir un poco del rol de madre que tendía a asumir el 100 por 1000 del tiempo y aprovecharse de los otros muchos roles que la vida le permite ocupar.
En el caso de esta familia de la que estoy hablando se pautó una custodia compartida que se haría efectiva de manera progresiva a lo largo del tiempo, dada la cortísima edad de uno de los hijos en el momento de la separación. El juez siguió escrupulosamente la recomendación que, atendiendo a las necesidades emocionales y psicológicas básicas de cada niño en su correspondiente etapa madurativa, se formuló en el informe pericial que elaboramos en la consulta. Y lo cierto es que esta familia ha seguido un recorrido ejemplar y ha logrado una fórmula muy original, bien equilibrada y muy cómoda de seguir, en la que ambos padres pasan bastante tiempo con sus hijos y de manera bastante continuada. No dejan largos periodos de tiempo entre la estancia en una casa o en la otra.
De ahí que no me extrañara nada que en el balance de la sesión de seguimiento que tuvimos hace pocos días, esta mamá me afirmara que “nunca antes había pasado tanto tiempo dedicada a mis hijos”. Para ella, perfeccionista y exigente, tanto el orden en casa como algunas otras rutinas y responsabilidades que antes seguía de forma muy estricta, han pasado ahora a un segundo plano.
De un tiempo a esta parte prioriza el juego con sus hijos, el ratito de cantar y bailar antes de dormir, y los fines de semana de disfraces y fiestas de pijamas por encima de otras cosas que antes le hacían enervarse, discutir y estar de mal humor. Le preocupa un poco menos que su casa pase o no la prueba del algodón, o que los cojines del salón estén todos manga por hombro, y le importan más las horas que pasa con sus hijos. Ya que su tiempo se distribuye prácticamente a partes iguales entre la casa de papá y la de mamá.
En primer lugar, no es cierto que los niños pasen menos tiempo con sus padres. Tras una separación, los hijos pasan menos horas bajo el mismo techo, quizá con cada uno de sus papás, y nada o casi nada de tiempo con ambos a la vez. Pero con ambos padres por separado, sus necesidades emocionales pueden verse igualmente colmadas.
En segundo lugar, porque se produce un fenómeno muy interesante y beneficioso para ellos: los padres empiezan a valorar de otro modo las oportunidades que la vida les brinda para acercarse a sus hijos. Lo urgente deja de serlo tanto y lo importante se abre paso: la presencia de los hijos deja de darse por sentada. Y muchas de las ocupaciones o reglas a las que hasta el momento hemos sido fieles se filtran a través del tamiz de lo superfluo y pasan a un discreto segundo plano.
Esto, como es lógico, llega después de un tiempo de ajustes y de adaptación al cambio que, en ocasiones, puede llegar a ser muy convulso. Pero conviene no perder de vista nuestros objetivos y confiar en que siempre hay formas de hacer las cosas bien. Para que el proceso de divorcio no se interprete desde una óptica excesivamente negativa, irracional y distorsionada y, sobre todo, para que no perdamos de vista hacia dónde han de dirigirse todos nuestros esfuerzos.
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