¿Te has emocionado con el anuncio de Ruavieja de estas navidades? ¿Y no te ha dado rabia que tuviera que venir un publicista con un mensaje psicológico vacío de contenido a darte una lección sobre lo que de verdad importa en la vida?
“Tenemos que vernos más” es el lema del solemne anuncio de Ruavieja que a muchos ha emocionado en las últimas semanas, como es también la conclusión a la que llego cada vez que al fin encuentro el momento para hacer eso que siempre tiendo a posponer y que al final acaba siendo lo que más disfruto. “Tenemos que vernos más” le digo a Paula, una de mis mejores amigas y mamá de mi querida ahijada, cada vez que conseguimos hacernos hueco para cenar, permitimos que nos den las mil hablando de todo y de nada. Nos acordamos de lo mucho que hemos compartido desde bien pequeñas y nos llevamos las manos a la cabeza al contar anécdotas y darnos cuenta de lo rápido que pasan los años y el vértigo con el que Anita se hace mayor.
“Tenemos que vernos más” le digo a mi amiga Loreto cada vez que voy a visitarla a Valencia y paso con ella el mejor fin de semana que soy capaz de imaginar. Como “tenemos que vernos más” les digo a Carmen y a Ana cada vez que conseguimos ser fieles a nuestra tradición de reunirnos después del trabajo en cualquier bar de Madrid en el que sirvan boquerones, para ponernos al día de nuestras cosas y darnos cuenta de la inmensa cantidad de afinidades que nos unen pese a lo diferentes que, en apariencia, son nuestros trabajos.
Pero no nos engañemos ni nos dejemos llevar por el trasfondo buenista, eximente de responsabilidades y auto justificador que el anuncio transmite y que, con un profesional de la psicología al frente, pretende revestir de falsa cientificidad.
Por desgracia, lejos de suponer una verdadera declaración de intenciones, eso de “tenemos que vernos más” se torna en la frase más desvirtuada y vacía del mundo cuando nos resignamos a pronunciarla sin propósito ni compromiso. Cuando osamos desatender a quienes de verdad se supone que nos importan bajo la eterna justificación del trabajo, del cansancio, de las urgencias, de las obligaciones, de los compromisos, y de todo cuanto permitimos que nos atrape en el día a día y nos aleje de las acciones en los que verdaderamente se reafirma nuestra identidad y el sentido mismo de nuestras vidas.
Y digo bien que “permitimos que nos atrape” porque, al fin y al cabo, y aunque cada día nos justifiquemos al decirnos los contrario, sí somos dueños de nuestro tiempo. Las personas somos lo que hacemos, experimentamos el resultado de nuestras elecciones y recogemos el fruto de aquello que sembramos en idéntica proporción al esmero y la dedicación que en su momento le pusimos a tal siembra.
Los “tengo que…” son de sobra conocidos en psicología, en tanto en cuanto hacen referencia a dos realidades bien diferenciables pero igualmente perjudiciales. “Tengo que…” me digo cuando me obligo a sobre cargarme con toda una serie de responsabilidades que emponzoñan mi día a día al condenarme a no poder disfrutarlo. Y “tengo que…” me digo también para todo aquello que aplazo sin cesar y con cuya no-consecución me castigo. Mientras me repito lo que tendría que estar haciendo se producen dos fenómenos: o bien me cargo de justificaciones aparentemente racionales para no mirar más allá del corto plazo, o bien me creo que solo con pensar ya me estoy haciendo cargo de lo que, en realidad, no hago más que descuidar.
Las nuevas tecnologías nos mantienen constantemente conectados al mundo y negar su utilidad sería caer en un discurso excesivamente superficial y auto exculpatorio. Porque, volviendo al anuncio de Ruavieja (que, por cierto, reconozcámosle el mérito, ha motivado ésta y otras muchas reflexiones), el motivo por el que en el devenir de los días acabamos por desatender a los nuestros y encerrarnos en nuestra propia burbuja no debe buscarse ni en la era digital ni en ningún otro lugar que escape a nuestro ámbito de responsabilidad y decisión.
La culpa no puede recaer sobre la mensajería instantánea, las redes sociales o el tiempo que le dedicamos a las pantallas digitales. Esto supondría caer en un discurso excesivamente simplista que anula la capacidad de todo ser humano para tomar sus propias decisiones y comportarse conscientemente de manera coherente o disonante a lo que entiende como significativo o a aquello que cada uno quiere que defina su identidad. Lo que atendemos o desatendemos a lo largo del día no tiene que ver con las rutinas o la falta de tiempo, ni siquiera tiene que ver con la falta de dinero.
Y tampoco vale recurrir a las razones neuropsicológicas a las que aduce mi compañero el señor Santandreu (con quien, dicho sea de paso, últimamente no puedo estar más en desacuerdo en más asuntos de trasfondo psicológico). Ni estamos programados para evitar pensar en el tiempo que nos queda por vivir (de hecho, compañero psicólogo, a muchos de nosotros nos pasa precisamente que lo pensamos incluso demasiado) ni sirve ninguna supuesta configuración cerebral para eximirnos de ninguna de nuestras responsabilidades.
El motivo por el que descuidamos los afectos y las relaciones interpersonales ha de buscarse única y exclusivamente en nosotros: en nuestras elecciones, en nuestros valores, en la jerarquía de prioridades en torno a la cual organizamos nuestras vidas. En nuestra capacidad para mirar hacia el futuro, en la generosidad (o la falta de ella) con la que cuidamos a quienes nos rodean, en nuestra capacidad de esfuerzo o en nuestra habilidad (o inhabilidad) para dejar de mirarnos el ombligo.
Solo desde ahí se explica por qué no llamo a mi madre, por qué me olvidé de la cita médica de mi prima, de qué manera le pierdo la pista a ese supuesto amigo íntimo con quien ya no comparto intimidad, cómo descuido a quien previamente me ha cuidado, cuán ingrato soy con quien me ha tratado con generosidad o cómo es posible que haya pasado tanto tiempo sin haber sabido nada de aquella persona sin la cual hoy mi vida sería bien diferente.
No es cierto que tengamos la sensación de que ya podremos atender las cosas que nos hacen felices. No, señor Satandreu, lo que ocurre es que, en ocasiones, somos demasiado egoístas como para no sucumbir ante el hedonismo o el alivio del corto plazo. Y usted como psicólogo no debería promover la externalización de nuestro ámbito de control sino que, más bien al contrario, desde la psicología deberíamos promover la consecución de nuestras metas mediante la asunción de las responsabilidades que solo está en nuestra mano asumir y ejercer.
Idiotas de nosotros (que no siempre somos tan racionales como se presupone, sino que muy a menudo nos dejamos llevar por la más absoluta irracionalidad puesta al servicio de nuestros egos), los seres humanos tenemos dificultades para anticipar que la gratificación que nos espera en el medio y largo plazo suele ser (eso sí, no sin hacer antes un poco de esfuerzo) el revulsivo que verdaderamente merece guiar nuestras vidas.
Sí, es cierto, vivimos cotidianamente inmersos en una vorágine de necesidades que cubrir de manera inmediata. Es tanto lo que nos pedimos cada día y tanta la inmediatez con la que nos creemos obligados a responder ante todo que la inercia tiende a mantenernos en un estado de supervivencia semiautomático en el que se hace excesivamente sencillo perder la perspectiva, olvidarnos de nuestras referencias y dejar de vislumbrar el largo plazo. Pero no seamos cobardes, no nos escondamos detrás de todas y cada una de nuestras decisiones, porque nada de esto nos viene impuesto.
Ay, el largo plazo… ¿Acaso hay algo que pueda guiarnos mejor y darle más significado a nuestra existencia que el largo plazo? No lo hay, nada tiene sentido sin una clara dirección, por mucho que la consecución de nuestra satisfacción vital se proyecte muy hacia adelante en el tiempo. Lo que ocurre, paradójicamente, en esta sociedad de la inmediatez, es que nos decimos a nosotros mismo que buscamos cierta autorrealización pero cada vez estamos más motivados, porque es más fácil y cómodo, para rendir en el aquí y el ahora que para pararnos a pensar en el tipo de persona que queremos ser, en el modo en el que queremos ser recordados por los demás y en la huella que queremos dejar a nuestro paso.
Y es que, a fin de cuentas, lo que nos debe hacer reflexionar es que sea necesario que sean los publicistas de Ruavieja, apoyados en un falso discurso psicológico tendente a la autocomplacencia, quienes nos recuerden lo que de verdad importa. Lo que nuestras vidas eternamente ocupadas y constantemente centradas en la inmediatez no nos permiten ver con claridad, lo que cada día redescubrimos quienes nos dedicamos a tratar con personas y con emociones. Menudas bofetadas de realidad te da cada día el ejercicio de esta profesión…
No debería hacer falta que nadie nos recordara que lo humano no debe nunca pasar aun segundo plano, como tampoco deberíamos esperar a que la vida nos diera una sacudida para tomar conciencia de qué es lo que de verdad le da sentido a todo.
El mensaje está ahí, al alcance de nuestras manos, pero no queremos verlo o nos hemos acostumbrado a no hacerlo. Retomemos y devoremos con ansiedad las enseñanzas de Antoine de Saint-Exupéry en ‘El principito’: “On ne vois qu’avec le coeur, l’essentiel est invisible pour les yeux…”. Una vez lo sabes, ya no hay justificación para dejar que el tiempo, sencillamente, siga pasado.
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