En términos generales, los tres principales síntomas de la anorexia son la restricción de la ingesta de alimentos, el intenso miedo a engordar y la distorsión en la percepción del propio cuerpo. No importa lo delgada que la persona con anorexia pueda llegar a estar, incluso en casos de delgadez extrema (hablamos de casos ya muy graves por debajo de un Índice de Masa Corporal de 17, y de casos verdaderamente extremos cuando el IMC se acerca o cruza la frontera de 15) los síntomas persisten de manera rígida e implacable y la conciencia de enfermedad ofrece duras resistencias hasta en límites más insospechados.
Nuestra intención de hoy es poner el foco en la imprescindible prevención de la psicopatología, eso a la que normalmente dedicamos muchísimos menos recursos de los que deberíamos y que es la verdadera clave para lograr tener una vida saludable. Solemos cometer el error de centrarnos en el tratamiento -que por supuesto es fundamental- cuando en realidad es una buena labor de prevención la que, en el largo plazo, permitiría ahorrarnos mucho sufrimiento innecesario.
En el caso de la anorexia, como en todos los Trastornos de la Conducta Alimentaria y en muchos otros problemas psicológicos también, el problema no aparece de manera abrupta. La mayor parte de las personas pasan por periodos de cambio progresivo en los que se producen las primeras alteraciones en sus patrones de ingesta de alimentos y en sus rutinas y preocupaciones cotidianas, hasta que los síntomas se recrudecen y se pierde la capacidad de control o desaparece la posibilidad de elección.
Por eso, y porque la anorexia suele desarrollarse sobre la adolescencia o el inicio de la edad adulta, es importante que sepas identificar cuáles son esos pequeños o grandes cambios ante los que pueda ser necesario actuar. Esas alarmas ante las que aún puedes reaccionar antes de que la gravedad de esta problemática dé la cara de una manera más crítica. Fíjate en todos los cambios de hábitos de tus hijos adolescentes que vayan en este sentido:
En los tiempos que corren, y a la vez que la obesidad va camino de convertirse en una de las grandes pandemias del siglo XXI, la preocupación por el peso está globalmente generalizada, y es más prevalente en países económicamente desarrollados. La presión por la imagen es palpable en todos nuestros entornos cotidianos, y los estereotipos estéticos empujan hacia una malsana delgadez. De esto somos todos conscientes, y es por ello que la principal responsabilidad en la prevención frente al desarrollo de un trastorno de la conducta alimentaria recae sobre la familia.
Hablamos en términos clínicos de un diagnóstico grave cuya remisión pasa necesariamente por recibir una ayuda terapéutica intensiva y especializada, en la que se trabaja en la extinción de los síntomas a través de diversos frentes y abordando numerosas problemáticas relacionadas: comportamientos obsesivo-compulsivos, perfeccionismo disfuncional, depresión, baja autoestima, pensamiento rígido, malas relaciones familiares…
En caso contrario, las afecciones médicas que se derivan de este cuadro diagnóstico suponen una grave amenaza para el organismo y pueden acabar siendo incompatibles con la vida. El riesgo de suicidio asociado también es elevado y la prevalencia de la enfermedad es mucho más alta entre las mujeres que entre los hombres (la tasa aproximada en población clínica es de un hombre por cada diez mujeres).
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