El inicio de la adolescencia, así como el periodo a lo largo del cual se prolonga esta etapa vital, representa a menudo un intervalo de tiempo plagado de pequeñas o grandes crisis, tanto para el adolescente como para quien lo rodea (y, dicho sea de paso, también lo sufre). Con una personalidad en plena efervescencia y con tendencias de acción a punto de quedar definidas, conformadas como rasgos de personalidad que, a veces, se disponen a acompañar a la persona durante toda su vida, al adolescente le toca es ensayar nuevos patrones de conducta, poner a prueba los límites, equivocarse con todas sus consecuencias y cuestionar las normas establecidas… Y, claro, toda esta revolución altera la vida del adolescente y muy especialmente, la empatía, la capacidad de aguante, los nervios y la tolerancia de los padres.
La pareja, que hasta prácticamente “antes de ayer” disfrutaba de las ventajas de unos hijos más autónomos que cuando eran bebés y con los que disfrutaban compartiendo momentos familiares, deja atrás esa deliciosa estampa para vivir una auténtica transformación de vida. Esos padres que antes se deleitaban con esta etapa tan entrañable, pasan de pronto a enfrascarse en interminables discusiones diarias y en desafiantes interpelaciones que, con toda la razón del mundo, creen no merecer.
“Es tremendo”, “es agotador” o “no te imaginas hasta qué punto me consume la energía y me saca de mis casillas” son algunas de las discretas quejas con las que más a menudo se desahogan los padres de chicos adolescentes que acuden a mi consulta por problemas de conducta. Aunque no tienen por qué esconder ninguna gravedad o profundidad en absoluto, a ellos, como padres, les han sorprendido y alarmado.
Uno sabe lo que es la adolescencia pero al mismo tiempo alberga una mínima y tácita expectativa de que sus hijos no cambien nunca a peor y sigan siendo tan comunicativos, colaboradores, afectuosos y amables como lo habían sido siempre, o casi siempre. Uno comprende y contextualiza el comportamiento adolescente hasta que lo observa en su propio hijo.
Los conflictos con los adolescentes en una etapa en la que, por definición, ellos mismos experimentan las contradicciones internas propias del paso a la edad adulta, son perfectamente normales. La adolescencia es una virus epidémico que se cura con la edad, tan solo hace falta gestionarlo de la mejor manera posible y aguantar así unos siete años o, a veces, hasta pasados los 20…
El peligro de una situación así es que promueve un deterioro estructural en la familia. Y principalmente es por una mala gestión de las tensiones en casa, que da lugar a que esta etapa deje mella en la relación de los padres. No en vano, las discusiones, el cansancio y el hartazgo llegan fácilmente a interferir no solo en la vida familiar sino también en la buena relación entre los miembros de la pareja.
Por suerte o por desgracia, no siempre adoptamos el mismo punto de vista sobre las cosas que nuestra pareja, no siempre interpretamos de igual modo una misma realidad, y no siempre tenemos las mismas expectativas ni depositamos un mismo proyecto educativo sobre nuestros hijos. Si a todo ello le aderezamos una buena dosis de contestaciones desagradables, malas formas, provocaciones y desafíos de un hijo en plena pubescencia puede llegar a ser un motivo de enfrentamiento entre ambos.
Para que esto no ocurra, para que lo que ha de unirnos no termine por enfrentarnos, es imprescindible seguir de manera escrupulosa algunas premisas básicas:
1. Los conflictos con el hijo no deben personalizarse nunca. Es importante recordar que el hijo adolescente cuestiona los límites y, por lo tanto, cuestiona también a quién los establece, pero no por ser él sino por la posición jerárquica o autoritaria que ocupa en el sistema familiar. Este cuestionamiento de los límites responde precisamente a las necesidades que su desarrollo evolutivo y la creación de su propia identidad requieren. Es por esto que la buena o mala relación que uno tenga en un momento dado con el hijo adolescente no puede ser usada como arma arrojadiza en contra del otro. Hay que buscar una unión renovada y fortalecida, una posición sin escisiones ni aristas.
2. Si no se ha hecho antes… Ha llegado el momento de aprender a negociar y llegar a acuerdos. Lejos de sucumbir ante la confrontación, la fórmula magistral consiste en erigirse como el equipo más perfectamente orquestado, con mecanismos de decisión engrasados y una gran apertura y disponibilidad para hablarse, escucharse y entenderse. Negociar significa llegar a acuerdos, y para ello es necesario que los dos entiendan que siempre habrán de hacer laguna que otra renuncia en pro de conseguir sus objetivos con flexibilidad y respeto por el otro.
3. No funciona jugar al poli bueno / poli malo. Ambos han de gestionar todas las normas que se han de respetar en su casa, ambos han de promover el diálogo y la colaboración por igual, y así han de transmitírselo a los hijos. Que el adolescente necesite empujar el límite no significa que no deba tomar contacto con él. Muy al contrario, serán esas normas y esos límites los que sienten las bases de sus valores más profundos, los que terminen de matizar su manera de entender el mundo y los que les transmitan la seguridad en sí mismos que su autoestima necesita.
4. Apoyaos, sois los mejores candidatos para acompañaros el uno al otro en el sentimiento. Es tremendamente frustrante ver cómo tu hijo se transforma, cómo perdemos capacidad de control sobre él, cómo empieza a hacer una vida ajena a nuestra mirada (y, también, en muchas ocasiones, ajena a nuestra voluntad) en la que no podemos ya protegerle de todos los peligros inimaginables. Vosotros que tan bien conocéis a vuestro hijo y que habéis pasado por tanto juntos, sois las personas más indicadas para aliviar la rabia del otro cuando ves que tu hijo se encierra en su habitación, te cuenta poco o nada acerca de su vida, te habla de mala manera, y empieza a tontear con compañías y estímulos de los que preferirías mantenerle alejado.
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