Los padres no podemos evitarlo y está en nuestra naturaleza el intentar que nuestros hijos nos superen en todo. Además de anhelar secretamente que sean más altos, más guapos y con más gracia, nuestra principal obsesión es prepararlos para que les vaya bien (o muy bien) en la vida. Así, en este afán de superación propia en la figura de nuestros vástagos y sucesores, con frecuencia caemos en el error de la sobreestimulación infantil, creyendo que les va a favorecer. Y no es así.
Por descontado, entre las preocupaciones principales de los padres estará el que no tengan las limitaciones que hayamos podido tener sus progenitores. Por eso, si podemos, les apuntamos a los que creemos los mejores colegios, además de a clases particulares, haciendo en muchas ocasiones un gran esfuerzo económico. Hasta ahí bien, dentro de lo razonable. El problema es cuando el objetivo principal se desvirtúa, se vuelve obsesión y se pretende acelerar a través de una cantidad exorbitante de actividades.
Los niños primogénitos son los más afectados por la obsesión parental de sobreestimularlos con el fin de superar los déficits educativos que tuvimos nosotros mismos. Que tire la primera piedra el padre ya curtido en años y experiencia, y con los niños más mayores, que no reconozca haberse preocupado demasiado por este tema y haberlo ido “corrigiendo” con los hermanos más pequeños. O pensar que ahora lo haría de otra manera y ya no trataría de apuntarlo a estimulación temprana desde los ocho meses, ni a música a los dos años, además de a tenis, ajedrez, baile o campamentos de deporte exclusivos.
Todo esto que suena a exageración, no lo es tanto: tendemos a sobrecargar a los niños con un montón de actividades extraescolares, sin tener en cuenta que ya han pasado horas aprendiendo en el colegio. En este sentido es un error, porque ellos lo que necesitan, casi por encima de todo, es jugar. Y dentro de la actividad lúdica, es especialmente importante que desarrollen su imaginación dentro de un juego libre y no estructurado por un adulto.
Algunos psicólogos expresan que los niños de hoy están sobreestimulados hasta el punto de estar perdiendo la capacidad de aprender. “Se observa mucho el ansia de algunos padres por que sus hijos superen rápidamente los estadíos de su natural desarrollo. Quieren que adquieran unas habilidades inadecuadas para su edad, aptitudes que les animan a demostrar en público para exhibirlos como cerebritos, sin ser conscientes de la carga de ansiedad e incluso miedo escénico que puede experimentar el niño”, apunta terapeuta Gestalt Clotilde Sarrió.
“Uno de los principales responsables de la sobreestimulación infantil son los dispositivos tecnológicos -continúa-. Los padres los utilizan para calmar a sus hijos sin ser conscientes de la nefastas consecuencias que esto conlleva”.
Entre otros perjuicios para el niño, Sarrió destaca algunos de los efectos negativos inherentes a la sobreestimulación infantil:
Falta de tiempo libre y nula opción al aburrimiento tan necesario para que la mente ponga en marcha proyectos para superarlo. La consecuencia es una merma en las iniciativas y en la creatividad.
Problemas de atención, por tener que atender a varias actividades a la vez como estudiar, estar pendiente de una red social en el móvil y al mismo tiempo tener música conectada o el televisor encendido.
Inconformismo anticipativo que dificulta al niño para disfrutar del presente, del aquí y ahora. Por ejemplo, no prestando atención a la película que sus padres le han puesto por estar pensando en lo que harán al día siguiente.
Baja tolerancia a la frustración conforme mayor sea el numero de actividades que se emprenden. Son niños que suelen mostrar impaciencia en las esperas (al hacer colas, al aguardar turnos, al escuchar atentamente lo que les dice un mayor…), debido a la autoexigencia que se imponen para hacer cada vez más cosas.
Trastornos en el aprendizaje conforme se fuerza al niño a acometer tareas inadecuadas para su momento evolutivo del desarrollo.
Los niños sobreestimulados corren el riesgo de ser diagnosticados equivocadamente de TDAH, una enfermedad en la que el hiperdiagnóstico es muy frecuente.
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