La diferenciación discriminatoria de la mujer en relación al hombre no es más que una lacra que perjudica a todos por igual: a los hombres, por supuesto, también. Lejos de entender el feminismo como una idea radical acerca del supuesto deseo de la mujer para imponerse al hombre, la igualdad que el feminismo pretende promover protege a hombres y mujeres por igual.
Para nosotras, consideradas ‘obvias perjudicadas’, el impacto beneficioso de una sociedad igualitaria es más que obvio pero, ¿qué hay de los hombres? ¿Qué gana el hombre con renunciar a algunos de sus «privilegios» en pro de una sociedad más justa con las mujeres? Ay amigos, el hombre lo gana todo. Porque el gran perjudicado – y olvidado – en una sociedad conservadora con ideas añejas acerca de la distribución de tareas entre hombres y mujeres es precisamente el hombre.
¿No es acaso un papel estereotipado y rígido el que tiene que jugar el hombre en una sociedad en la que ella es la delicada y afectuosa cuidadora de la prole y él no puede hacer otra cosa que ser exitoso a la hora de proteger y proveer a esa familia? ¿No es limitante tener que demostrar siempre que uno es fuerte, frío e inalterable? ¿No es agotador tener que saber siempre resolverlo todo? ¿No merma la autoestima esa pose permanente de autocontrol en la que la más mínima manifestación de las emociones es síntoma de debilidad? ¿Acaso no sufre quien no puede siquiera permitirse un instante de vulnerabilidad y que ante la flaqueza o la inseguridad no tiene más remedio que esconderse?
No cabe duda: ser un hombre de verdad es una imposición tan perniciosa para el hombre como la idea de ser una perfecta y complaciente madre de familia lo es para la mujer. Y no es mayor carga la obligación de ser una mujer modélica que el deber de ser muy hombre. Ambos roles sacrifican una parte de la identidad en pro del cumplimiento de un absurdo convencionalismo social.
Bajo el acertado título ‘Hay que ser muy hombre’ un interesante estudio orquestado por la marca de productos de afeitado Gilette analizaba hace unos días el impacto social de esos roles conservadores atribuidos a mujeres y hombres, y lo hacía desde el punto de vista menos habitual o menos explorado, y por ello, más interesante: el de los hombres. La masculinidad entendida en términos arcaicos hace referencia a conceptos como la valentía, la fuerza, la testosterona, la valentía… Y, por supuesto, la heterosexualidad. Es decir, que esa masculinidad – a mi juicio mal entendida – representa a la vez un espejo en el que pocos hombres pueden reconocerse y una auténtica camisa de fuerza que anula la individualidad y obliga al hombre a esconder todo potencial contrario al dogma. ¿Puede eso ser beneficioso en la construcción de una sana autoestima? ¿Está ese proceso de auto descubrimiento y auto rechazo exento de sufrimiento? Rotundamente no.
De hecho, el mencionado estudio revela que el 75 % de los hombres no se reconoce a día de hoy en el modelo tradicional de hombre. Y, lo que es más importante, ese mismo 75 % espera no tener que educar a sus hijos con tal limitación sino que espera poder hacerlo sobre la base de un “concepto de masculinidad más positivo y evolucionado”, es decir, necesariamente más flexible e integrador, más igualitario, más rico en matices, más abierto… En definitiva, un concepto de masculinidad psicológicamente más sano.
No en vano, el estudio da también cuenta de las dificultades personales que los hombres encuentran a la hora de alejarse de esos valores tradicionales que aún a día de hoy se siguen asociando al concepto de masculinidad: “el 45% de los hombres reconoce haberse sentido presionado alguna vez para actuar dentro de las normas que se presuponen correctas”. Por ello, no es de extrañar que esa inmensa mayoría de hombres, a quienes se ha inculcado un modelo estereotipado de comportamiento, pretendan transmitir a las siguientes generaciones todo un conjunto de creencias más adaptativas, que permitan que sus hijos puedan desarrollar todo su potencial fuera de cánones que de otro modo solo podrían limitar su desarrollo y coartar la construcción de su identidad.
El 80% de los hombres dice estar ya encaminado hacia este objetivo. ¿Será posible construir una sociedad no solo más igualitaria sino también más rica en valores y en matices, con personalidades más sanas y genuinas que no hayan de sufrir para convertirse en la mejor y más completa versión de sí mismos? Afortunadamente, tanto para hombres como para mujeres, la sociedad está cambiando. Quizá no tan rápido como sería deseable, pero no cabe duda de que ciertos esquemas han dejado de ser políticamente correctos y de que los estereotipos acerca de lo que significa ser hombre o ser mujer van diluyéndose poco a poco y alejándose de su arcaico y rígido corsé.
Quiero creer que es la sociedad en su conjunto – y no solo las mujeres – la que a día de hoy reivindica con fuerza un rol más activo para las mujeres en todos los estamentos sociales y es el motor de todas las transformaciones que sean necesarias para alcanzar una consideración igualitaria entre mujeres y hombres; para todos los efectos pero muy especialmente en el mundo laboral.
El feminismo, ese concepto que tantas tergiversaciones sufre en función de quien lo defina, no es otra cosa que el motor de un cambio, el precursor de un proceso a través de cual lleguen a desvirtuarse de una vez por todas los estándares y roles de género más rancios, esos que ni de lejos son aplicables ya en el siglo XXI. El éxito del feminismo podría definirse entonces como el momento a partir del cual la diferenciación discriminatoria entre hombres y mujeres no forme parte del ideario colectivo ni sea palpable en la distribución de roles, tareas, salarios… Y en un larguísimo sinfín de funciones.
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