La RAE define el concepto de «autoestima» con un sencillo y escueto: “Valoración generalmente positiva de sí mismo”. Sin embargo, la realidad nos dice que la autoestima no es tan fácil de analizar ni de describir y que, por desgracia, eso de “generalmente positiva” sería lo deseable, pero no es lo más frecuente. Además de que un exceso de ese positivismo puede alejarnos tanto de la realidad que el exceso se hace igual o más problemático que la carencia.
Desde un punto de vista más pragmático podemos definir la autoestima como «el resultado de esa medida con la cual hemos aprendido a estimarnos, valorarnos o evaluarnos a nosotros mismos». Huelga decir que lo que pensamos acerca de nosotros mismos condiciona, en gran media, nuestra satisfacción vital y nuestra manera de sentir en multitud de situaciones.
Los problemas o las carencias en relación a la autoestima condicionan nuestra vida por completo. Porque eso que llamamos autoestima va con nosotros allá donde vayamos, forma parte de los esquemas a través de los cuales interpretamos el mundo y es la base desde la cual nos relacionamos con los demás.
La seguridad o la inseguridad con respecto a uno mismo en cada contexto en el que nos movamos dependerá de cuánto nos valoremos, de cuán capaces nos sintamos de afrontar los retos a los que tengamos que enfrentarnos, de la actitud con la que interactuemos con nuestro entorno y del modelo de pensamiento desde el cual interpretemos todo cuanto sucede a nuestro alrededor. Una autoestima herida condiciona nuestros sesgos y pone un lúgubre filtro al modo en el que interpretamos nuestras vivencias.
Como, por ejemplo, en todo lo que tiene que ver con nuestro autoconcepto físico. Y no es que seamos más vulnerables de base, ni muchísimo menos, lo que ocurre es que vivimos en un mundo en el que el cuerpo de la mujer se ensalza e instrumentaliza para todo tipo de fines. Se utiliza como reclamo publicitario para casi cualquier cosa, y además se le exige que, para ser bello, cumpla una serie de cánones rígidos que a muchas niñas y adolescentes acomplejan desde edades bien tempranas.
La autoestima y la percepción del propio cuerpo guardan una relación muy estrecha. Si la autoestima hace referencia, en términos generales, a la forma en la que uno se percibe y se valora a sí mismo, no es de extrañar que la imagen corporal tenga un peso considerable en esa valoración. No aceptar una parte del propio cuerpo implica una mala valoración de una misma, que puede llegar hasta el rechazo. Por desgracia es más que frecuente ver cómo mujeres valiosísimas focalizan su atención en una pequeña parte de sí mismas hasta el punto de llegar a despreciarse, olvidando el resto de cualidades que las hacen genuinas. Si bien este no suele ser un motivo de consulta explícito, lo cierto es que evalúo diariamente numerosos problemas de este tipo en mujeres con baja autoestima.
No, no es un problema que afecta más a las mujeres que a los hombres, nada más lejos de la realidad. La autoestima se va formando desde nuestras experiencias más tempranas y tanto hombres como mujeres somos igual de vulnerables en este sentido. Estamos expuestos ante los mismos obstáculos y amenazas en el proceso de construcción de nuestra autoestima: privaciones de afecto, falta de reforzadores, juicios externos hirientes, falta de motivación, comparaciones, estándares sociales…
Una autoestima inflada resulta también problemática en tanto en cuanto perjudica igualmente nuestra capacidad de adaptación social. La constante sensación de superioridad frente al otro nos hace creernos con derecho a todo, nos vuelve déspotas y descuidados y nos impide aceptar las dificultades (tanto las propias como las ajenas). Además, y esto es algo fundamental, desde la sobrevaloración de uno mismo, que necesariamente cursa con la infravaloración de los demás, ese del que decimos que tiene “un ego que no cabe por la puerta” carece de empatía, lo que hace que su trato con los demás sea despreocupado y egocéntrico.
Del mismo modo que sus intereses están siempre auto referenciados y a causa de ello puede llegar a ser hiriente, cruel o despiadado. Esa autoestima inflada no es más que el reflejo, igual que en el caso de la baja autoestima, de carencias más profundas, en este caso ni siquiera identificadas. El ególatra narcisista se relaciona mal con los demás en tanto en cuanto no se acerca a nadie de manera desinteresada y no llega nunca a construir verdaderas relaciones afectivas basadas en la reciprocidad y la igualdad.
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