En sí mismas las redes sociales no son ni buenas ni malas. En todo caso y de manera objetiva, como herramienta al servicio de la comunicación, enriquecen los canales para el establecimiento y mantenimiento de relaciones interpersonales y también para la difusión y el acceso a la información. A priori, todo deberían ser ventajas.
Pero todo depende del uso que se haga de ellas y de la función para la cual se recurra a ellas. Una herramienta que agiliza el contacto entre personas no puede sustituir a otro tipo de herramientas, no puede convertirse en la plataforma de comunicación preferente y exclusiva, y tampoco debe copar tanto de nuestros recursos y de nuestra atención como para que acabemos descuidando otras facetas personales o áreas de vida. Por sí solas las redes no son maliciosas, pero sí es cierto que reúnen algunas características y ofrecen un tipo de estimulación tan determinado que, de no ser bien gestionadas, es fácil incurrir en un uso pernicioso que atente contra nuestra salud psicológica y emocional.
Por características determinadas -y definitorias- de las redes sociales me refiero por ejemplo a su naturaleza basada en la conectividad, sus demandas de atención y su disponibilidad constantes, la inmediatez y la masividad de las interacciones que promueven, la distancia virtual que permiten colocar entre las personas (esa barrera virtual puede llegar a permitir incluso el anonimato) o su inmenso potencial para ser personalizadas de tal modo que cada uno se expone al mundo de la manera que encuentra más atractiva. En este último sentido, ningún canal de comunicación induce tanto a la distorsión de la realidad como lo hacen las redes sociales, como le ocurre a la publicidad, por facilitar ilimitadamente el sesgo y el filtro de la imagen personal que se muestra en el escaparate.
Y, de la facilidad de incurrir en un uso pernicioso o en el abuso, surgen toda una serie de nuevas patologías vinculadas a Internet que, si bien no representan a día de hoy ningún tipo de cuadro diagnóstico clínico, sí que son un evidente reflejo de cómo Internet y las nuevas tecnologías han cambiado nuestra forma de vincularnos a los demás. Y se acompañan, además, de sintomatología que sí puede llegar a necesitar de atención psicológica y a denotar la presencia de otros trastornos psicológicos subyacentes.
¿Cómo debemos gestionar entonces nuestras redes sociales? ¿Cómo debemos enseñar a nuestros hijos a que hagan un adecuado uso de ellas? Las fórmulas, tanto en la teoría como en la práctica, son relativamente sencillas:
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