Con la paternidad uno proyecta muchas fantasías, y todas son positivas. Simplemente, los problemas no entran en nuestros planes, y seguramente este espejismo de perfección sea lo que nos lleve a casarnos y a ser padres.
Al margen de los desvelos inesperados, los años de crianza y cuando los niños son pequeños, suelen ser tiempos muy felices. Para la mayoría de las familias, constituyen el mejor momento de sus vidas. Pero entonces sucede: llega la adolescencia y todo cambia.
Mejor dicho, los niños cambian, y pueden llegar a transformarse, a veces en pequeños monstruos irreconocibles que, de un día para otro, desobedecen, contestan mal y se vuelven tiranos. ¿Es normal que los adolescentes sean tan bordes con sus padres? ¿Dónde están esos hijitos dulces y buenos que nos idolatraban hace apenas unos años?
La adolescencia es ese limbo a medio camino entre la niñez y la adultez, donde sus cuerpos se transforman, despertándose en ellos instintos e inquietudes que antes no existían. Esta metamorfosis corporal, unida a otros cambios emocionales y psicológicos, también se dejará ver en casa, donde el comportamiento de los niños se modifica, y habitualmente no precisamente para bien.
A su favor diremos que ellos tampoco disfrutan con la nueva situación: el cambio es tan grande y rápido, que los propios niños no lo pueden controlar. Por ello, necesitarán toda nuestra ayuda, cariño y comprensión para gestionarlo.
La adolescencia se caracteriza por tener cambios hormonales importantes que afectan al estado de ánimo y, como consecuencia, al comportamiento. Hablamos de fluctuaciones muy fuertes que les hacen sentir irritables, llevándolos asimismo hacia actitudes hostiles y agresivas.
Además de las hormonas, su desarrollo cognitivo los hace desarrollar habilidades intelectuales más complejas y a conectar ideas. Esto los lleva a cuestionarlo todo, incluyendo a sus propios padres y otras figuras de autoridad. Las normas parentales, por tanto, comienzan a ser un tema de discusión, al igual de las expectativas que se vierten sobre ellos.
Los adolescentes están en un proceso de construcción de su propia identidad y para ello necesitan tener una cierta sensación de autonomía. Esto puede llevarlos a desafiar la autoridad de los padres, comportándose de manera rebelde como una forma de afirmar su independencia. Otros adultos, como puedan ser los profesores, también pueden verse afectados por este giro en la personalidad del niño hacia el desafío y el desprecio de las normas.
Como parte de esta búsqueda, durante la pubertad, los jóvenes van necesitando cada vez más espacio personal y privacidad. Esto provoca a menudo un cierto malestar en los padres, que intentamos resolverlo incrementando la supervisión y estando más encima del niño.
Sin embargo, esta actitud parental no ayuda. De hecho, se vive como una forma de control e incluso de invasión en su vida privada, generando respuestas tanto a la defensiva como a la ofensiva por parte del adolescente.
Si algo caracteriza a la pubertad es la presión social, hecho que puede ser estresante para ellos. Son momentos en los que, por el lado académico, ya tienen que empezar a responder de sus propios resultados, y asimismo les agobia el componente social y lo que se espera de ellos por parte de su grupo de edad. Este estrés derivará a menudo en la manifestación de un mal comportamiento o de malas contestaciones en casa.
La divergencia de madurez no ayuda, ya que hay mucha diferencia entre los 12 y los 15 años en cuanto a nivel madurativo. Algunos niños siguen siendo muy críos, mientras que otros quieren ir demasiado rápido, se hacen los mayores, e incluso empiezan a consumir alcohol u otras sustancias.
Sin embargo, y aunque algunos niños todavía se sientan muy pequeños, la presión de los compañeros y amigos está ahí, y en estas edades se dejan influir, a veces tomando como modelo a otros niños contestones o maleducados con sus padres.
Ante la acritud de la pubertad, lo primero que hay que hacer es interesarse como padres por esta etapa de la vida tan bonita, pero tan compleja que es la adolescencia. Comprender lo que les pasa ayudará a mantener la calma y a trabajar por la obtención de un espacio de entendimiento mutuo en el que, por más que ellos se resistan, siempre debe haber unos límites. Límites que debemos establecer nosotros, aunque sea a razón de un tira y afloja de negociaciones, siempre dentro del sentido común.
Como todo, el manejo de conflictos es algo que se aprende, y en lo que los adolescentes aún no tienen experiencia. Aquí intervienen especialmente las habilidades sociales y de comunicación efectivas, y en ausencia de estas capacidades, lo que se produce es frustración. Esta supone toda una interferencia que lleva al fracaso de la comunicación y a la agresividad en forma de malas respuestas.
Por ello, es tan importante que la comunicación con nuestros hijos sea fluida. Esto supone interesarnos por sus cosas, pero a la vez mantener el respeto hacia su privacidad, siempre desde la empatía. Para conseguirlo, lo mejor es volver la vista atrás a lo que nosotros mismos sentimos a su misma edad.
Tu comportamiento es un ejemplo para ellos. Si te muestras iracundo o fuera de control, sientas el precedente de que es aceptable gritar y perder la compostura cuando uno se enfada, y así actuarán ellos en el futuro.
Para ello debes practicar la “escucha activa”, que no es sino poner interés por comprender lo que preocupa a tu hijo, y no sólo por responder algo dentro de la discusión. Esto implica activar el modo empático y armarse de paciencia hasta que se consiga comprender el trasfondo del asunto que produce malas reacciones en él.
Si tu hijo te grita, te dice barbaridades, incluso del tipo “te odio”, no debes tomarlo en serio, ni mucho menos como algo personal. Esas explosiones no dejan de ser una manifestación del torbellino de emociones y las presiones de cambio a las que se ve sometido. No entres al trapo porque sólo empeorarás las cosas.
Somos muy comprensivos, sobre todo en el rol de padres amorosos. Sin embargo, eso no justifica todo: hay líneas que no se deben traspasar. Hablamos, por ejemplo, de las agresiones físicas y de las faltas de respeto graves, como insultar. Los padres deben poner límites que distingan lo que es aceptable de lo que no lo es.
Déjale hablar, pero también sentir. No castigues su expresión de sentimientos, porque de ser así tratará de reprimirlos en lo sucesivo, y no te volverá a contar nada. Las emociones hay que validarlas y hablarlas.
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