En estos días todos nos pondremos alerta con el sonido de las primeras campanillas, preludio del clásico de la Navidad de Mariah Carey “All I want for Christmas…”. Con su repicar, se producirán en nosotros fenómenos que van mucho más allá del condicionamiento clásico de Pavlov. Nada como la música para evocar recuerdos y hacernos sentir, para bien o para mal. Porque así es el sonido: casi cualquier cosa, menos neutro. Pero, ¿por qué sucede? ¿Por qué unas veces vibramos con la música y otras nos chirrían los oídos? Las razones, como casi siempre, están en el cerebro y sus procesos neuronales.
Hace un par de semanas, todos vimos el vídeo de Marta C. González, en apariencia una venerable anciana más, discapacitada en su caso por la enfermedad del Alzheimer. Sin embargo, mientras vivió plenamente y sin dependencias, fue una destacada bailarina de fama internacional. Y la que tuvo, retuvo, no sólo en belleza, sino también en movimientos gráciles y elegantes. Así quedó patente en el vídeo viral en el que, sin poder evitarlo, se arranca tímidamente a bailar como reacción al sonido de la música de El lago de los cisnes, una pieza que seguramente interpretó cientos de veces.
Lo que le sucedió a Marta C. González fue una reacción ante la música: se emocionó. Y con el despertar de esas emociones, le surgió el recuerdo del baile y de la persona que era entonces. Nosotros, al verla, también nos emocionamos, aunque seguramente tuviera más que ver con la estimulación de la empatía, a través de las células conocidas como “neuronas espejo”, descubiertas por el investigador italiano Giacomo Rizzolatti. Gracias a ellas podemos apropiarnos de las emociones que vemos en el otro, favoreciéndose por ello afectos positivos como la compasión.
“La música tiene capacidad de emocionarnos porque se procesa en áreas del cerebro que están conectadas, a su vez, con otras áreas que procesan las emociones”. Así lo refiere la Inmaculada Pérez Tamargo, neuropsicóloga y directora de los centros Sábilis, fundados en Oviedo y con varios centros asociados en otras provincias.
Pérez Tamargo explica de este modo lo que le sucedió a la que fuera bailarina clásica: “Hace tiempo que sabemos que el neocórtex, una delgada capa de neuronas que recubre todo nuestro encéfalo, procesa basicamente patrones. Los memoriza, los busca y los procesa. La música está compuesta básicamente de patrones de sonidos. Si los patrones musicales que escucha la persona tiene determinadas características, como familiaridad, predictibilidad, o ritmo, entonces puede activar muchas áreas del cerebro, como la corteza motora e incitar a bailar, el circuito de recompensa por la predictibilidad y por supuesto las emociones por esa conexión más profunda con el sistema límbico”.
Sin embargo, el sistema límbico no sólo interviene en el procesamiento de las emociones. También lo hace en el almacenaje de todos aquellos recuerdos que nos impactaron o marcaron, para bien o para mal. Además, la funcionalidad no se pierde necesariamente ni con la edad, ni con los procesos demenciales de pérdida de memoria.
Como aclara la experta en neuropsicología, “la música tiene una gran capacidad para activar estos almacenes, incluso de recuerdos no conscientes, porque no hace falta que sean procesados por áreas que pierden funcionalidad por la edad o por las enfermedades degenerativas como la demencia, ya que utilizan una vía directa de conexión. Si el sistema límbico almacena recuerdos emocionales que han sido calentados por el impacto, podríamos decir que la música es capaz de poner al rojo vivo determinados recuerdos”.
Ya sea por presencia o por ausencia, el sonido rara vez nos resultará indiferente. Salvo los ruidos de la naturaleza, como la lluvia, el agua de una cascada o el sonido del mar, los sonidos de nuestro entorno pueden afectar a nuestro bienestar, contribuyendo a él o, por el contrario, generándonos un intenso malestar.
“Los estudios sobre música y emociones constituyen un área de investigación muy establecida en la actualidad de las universidades”, afirma Jaime Serquera, doctor en tecnología musical, profesor del Conservatorio Superior de Música de Castellón, y colaborador con la ‘Tinnitus Research Initiative’. “Como contraposición al ejemplo de la bailarina Marta C. González, podemos encontrar piezas musicales que nos evoquen recuerdos con un contenido emocional muy negativo”, nos recuerda.
Muestra de todo ello es el trastorno conocido como tinnitus. Serquera señala la existencia de otras percepciones musicales muy nocivas, como es el caso del tinnitus musical. “En general, el tinnitus, o los acúfenos, son términos médicos para designar la percepción consciente de pitidos u otros ruidos que no están producidos por una fuente sonora externa”, aclara. “Más allá de los pitidos, también existe un tipo de tinnitus consistente en alucinaciones musicales, en el que el acúfeno suena como música propiamente”. Y nos remite a la particular de una persona que padece alucinaciones musicales en Inglaterra, que escucha música de bandas de metales (‘brass bands’). “Pero el fenómeno no guarda relación con la esquizofrenia ni con ningún otro problema psiquiátrico”, aclara el doctor en tecnología musical.
Según parece, existen otras iniciativas sobre tratamientos paliativos del Alzheimer con música. “En Valencia tuvo mucha repercusión el proyecto llamado ‘Las voces de la memoria’. Se trabajó con el poder terapéutico de la música en un grupo musical integrado por treinta personas aquejadas de Alzheimer. En Documentos TV se narró la historia del coro desde su nacimiento hasta su actuación en el Palau de la Música de Valencia ante cientos de personas”, relata Jaime Serquera.
Además, existe el proyecto que hemos conocido gracias a la difusión del vídeo de la anciana y bailarina Marta C. González, y que nos recuerda este investigador. “En Granada también se lleva a cabo el proyecto ‘Música para Despertar’ donde afirman que escuchar la música de su vida con unos auriculares mejora el estado y calidad de vida de personas con Enfermedad de Alzheimer y otras demencias”.
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