Gestionar la ira no es sencillo. La ira es una emoción básica y a la vez compleja. Forma parte de las denominadas emociones básicas por cuanto tiene de universal: es común a todos los seres humanos con independencia de su lugar de procedencia, su cultura o su educación. Y al mismo tiempo es compleja porque representa la manifestación última de la experimentación de otras emociones igualmente fastidiosas como la ansiedad, el miedo o la frustración. Su descarga más belicosa, instintiva e inmediata es aparentemente liberadora, pero solo en un plazo extremadamente corto.
En el medio y largo plazo la explosión típica a la que la ira nos conduce es tremendamente perniciosa: porque nos reduce a un estado de absoluta irracionalidad en el que perdemos el control de nuestros actos, atentamos contra la consecución de nuestros propios objetivos de vida, y además nos exponemos a devastadoras consecuencias que suponen un problema añadido con respecto a aquél con el que ya contábamos de inicio.
Frente a un modo más analítico de hacerle frente a los problemas y desavenencias del día a día, la explosión iracunda como respuesta de preferencia es el resultado de una gestión emocional deficiente, unas estrategias de afrontamiento del conflicto pasivo-agresivas y una considerable inmadurez emocional. Se trata de un patrón propio de personalidades que carecen de habilidades sociales y de comunicación interpersonal eficaces y adaptativas, y que tienen serias dificultades para tolerar otros estados emocionales tan necesariamente humanos como la frustración o la incertidumbre.
Tanto es así que en Estados Unidos son muy habituales los programas de ‘anger management’ (programas de gestión de la ira/rabia) dirigidos por psicólogos y subvencionados por las empresas para sus empleados una vez han detectado que alguno de ellos puede estar teniendo un problema para la autorregulación de sus emociones en general y el autocontrol de la ira en particular. Sin necesidad de esconder ninguna patología de fondo, la ira es una de las emociones que a las personas más nos incomoda y más nos cuesta manejar.
Se trata de una emoción tan intensa y visceral que, al experimentarla desde un momento de especial vulnerabilidad, muchas personas acaban entrando en un estado cuasi automático e impulsivo de actuación descontrolada. Y, normalmente, también de alguna manera destructiva. Porque la ira tiene el agravante de que no solo daña a quien la experimenta sin saber hacerle frente sino que puede llegar a afectar a un montón de potenciales víctimas alrededor de su protagonista. Tal es el interés de muchas corporaciones en que sus empleados puedan hacer una buena gestión de la ira.
Además, mantenidas en el tiempo y sin reeducación emocional alguna, las respuestas agresivas a las que la ira intensa y descontrolada conduce pueden acabar formando parte de nuestro repertorio básico de conductas, y sentar las bases de una personalidad violenta, explosiva y con muy poca tolerancia a la frustración y a otras emociones denominadas ‘negativas’. La ira acaba siendo la respuesta emocional para todo lo que a uno no le satisface, y su disfuncional liberación nos pone a todos en riesgo.
Visto lo visto, ¿no crees que merece la pena ahorrarse tantas molestias y aprender a manejar la ira desde ya mismo?
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