“Volver a vivir y volver a ser feliz”. Este es el reclamo de muchas de las personas que cada día cruzan la puerta mi consulta. El reclamo que todos podemos hacer nuestro en todo momento de nuestra vida, pero en el que quizá hora estamos más unidos que nunca. Pero ¿a qué podemos aspirar, en realidad, cuando aspiramos a ser felices? ¿Es de la felicidad es un estado permanente al que es posible acceder?
Hablamos más que nunca de ser felices y encontrarnos bien, pero al mismo tiempo es algo que no dejamos de percibir como algo abstracto e inalcanzable. ¿No sería necesario y provechoso un cambio de mentalidad al respecto de este concepto? ¿Cómo se contempla, de una forma verdaderamente accesible, la idea de la felicidad?
Más que hablar de felicidad, en consulta, tiendo a referirme mejor a la idea de alcanzar unos niveles elevados y suficientes de satisfacción con la vida. Y con ello empiezo a manejar con mis pacientes una aspiración menos utópica y mucho más pragmática. Un objetivo que todos podemos empezar a manejar y aterrizar con más facilidad y, sobre todo, de manera más tangible. Desde este enfoque invito a cualquiera de mis pacientes, o ahora a todos los lectores, a identificar cuáles son las áreas de su vida que considera más relevantes.
Normalmente todos nos referimos a la pareja en concreto, a la familia en general (de origen o construida), al trabajo, a las relaciones sociales y a las esferas más personales o íntimas. Veamos cómo de importante es nuestro desarrollo en cada una de esas áreas. Sobre todo en función de cómo ello correlaciona con nuestros niveles de malestar o de bienestar psicológico. Identifiquemos, para terminar, cuáles son los niveles de atención y cuidado que le dedicamos a cada una de ellas.
La fórmula y su resultado son más que reveladores. Qué interesante es darse cuenta de que cuanta mayor es la distancia entre lo importante que es esto para mí y lo poco que lo cuido, más padecemos y más sufrimos. También es interesante poner el foco en relación entre lo mucho que me importa cada una de esas áreas y todo lo que dentro de ella está sin resolver. Todo lo que no he sido capaz de gestionar, las respuestas que no he sabido obtener y toda esa conflictividad que arrastro y ante la cual parece que me he resignado.
Son precisamente esas las disonancias que actúan como señales de alarma. Las que nos alejan de la satisfacción con la vida (otrora felicidad) y deben empujarnos a actuar en pro de nuestro bienestar. Movilizando nuestras estrategias de afrontamiento y todos nuestros recursos para resolver los problemas que nos alejan de nuestros objetivos.
La felicidad, desde este punto de vista, es un estado que se trabaja cada día, activamente. La felicidad, también entendida como tranquilidad personal o gratificación cotidiana, no es otra cosa que la recompensa al trabajo bien hecho; la tranquilidad que emana a consecuencia de haber sido coherentes y equilibradamente responsables con nosotros mismos y con todo aquello que queremos que nos defina.
Somos lo que hacemos, no somos lo que decimos ser. Esta es una premisa que no deberíamos olvidar nunca. Y, por lo tanto, esa búsqueda de felicidad o de satisfacción vital tiene que ser necesariamente el resultado de proceso dinámico, que solo nosotros protagonizamos a pesar de que contiene numerosos elementos que, por suerte o por desgracia, no dependen de nosotros mismos. De todos es sabido que el ser humano aprende mejor por refuerzo que por castigo. Pues bien, esas pildoritas de coherencia y autorrefuerzo que vamos cosechando por el camino nos indican que estamos haciendo las cosas bien y en la dirección deseada. Son esas las ansiadas píldoras de felicidad que todos queremos coleccionar.
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