El lujo se hace culto
Las modas cambian y ahora los clientes buscan experiencias y un trato único. Eso es el verdadero lujo.
Omotesando, la calle más chic del Tokio, está cambiando los bolsos de Louis Vuitton y las chaquetas de Chanel por vestidos de Zara y vaqueros Gap. Allí, como en otros tantos lugares, las barrigas sienten acuciantemente la presión del cinturón y parece que el lujo, lo que entendemos por lujo grosero resulta hoy a todos los efectos impúdico. Esta consideración está calando bien hondo en las conciencias y hay quien afirma que sus efectos no van a ser temporales, sino que la austeridad o el vivir sin derroches, no tiene vuelta atrás.
Y eso que la adquisición de objetos de firmas como Hermès, Louis Vuitton o Armani era un ritual simbólico de la clase media nipona, un acontecimiento iniciático sin el cual no tenía sentido la pertenencia al grupo. Pero no. El lujo así ya no es sostenible, por mucho mimo medioambiental que dediquen estas grandes firmas a sus productos más refinados. Durante los años de la Gran Depresión puede que no se trabajara tanto por el consumo sostenible de manufacturas y servicios. El mundo entero se acomodó a una fabricación industrial más barata y menos indulgente con el daño medioambiental, preferentemente made in China.
Sin embargo, lo que hoy se dibuja en el horizonte post crisis, globalizado y digitalizado, es una nueva cultura vital impregnada de variables tan novedosas y apasionantes como la responsabilidad social, el conocimiento de compra, la información global, la afectación pública de los objetos consumidos, la exaltación de los sentidos… El lujo, sí; pero un lujo culto.
El oro dejó hace tiempo de ser un signo de distinción. La categoría social se obtenía en los templos de la exclusividad, como la calle tokiota de Omotesando, donde todavía florean increíbles escaparates y destellan miles de luminosos que anuncian una primavera del lujo imposible.
Más aun, donde un bolso de Chanel puede ser el centro visual de una fachada de 20 plantas, porque todo el edificio es una escultura arquitectónica firmada por Cesar Pelli. O por Herzog et De Meuron, Zaha Hadid, Toyo Ito y otros arquitectos de élite que diseñan con rutilantes LED fachadas poéticas donde las hojas de otoño caen y vuelan, en súbita metamorfosis, como pájaros etéreos desmadejados entre gasas y carteras de cuero… Un espectáculo lleno de fantasía y tecnología avanzada.
Ahora, el lujo deja de perseguir la exclusividad. Ahora el lujo es el lujo democráticamente culto. Sin etiquetas, sin despilfarros, sin escarnio público. Con sabiduría y conocimiento sobre lo que realmente eleva el espíritu. El lujo en la nueva generación humana es el gesto de lo diferente. No lo exclusivo, sino lo diferencial. Aquello que nos identifica como poseedores de algo propio, individualizado, sin necesariamente requerir un alto coste. Ya no queremos pertenecer a un grupo distinguido, a una alta clase que, por muy elevada que sea, será siempre masa. Ahora lo más de lo más es ser único. Consumir un producto singular o vivir una experiencia fantástica. Como el alojarse en una suite-pajar o bañarse en un spa oleico.