El arte de doblar en minúsculas

Hay políticos que reducen toda su política a un discurso de encargo, a un texto de lectura contextualizada, a una interpretación. Son actores en busca de guión cuando la política debía ser un guión en busca de actores.

Mario Garcés. 17/10/2018

La política es un arte mayor pero, al fin y a la postre, todo un arte. Desde el arte de la vil supervivencia hasta el arte ingenuo de la transformación de la realidad. Tan artista es el que se aferra al salvavidas como náufrago del Titanic, como quien se afana en morir en tierra ocupada por salvar al soldado Ryan. Los hay que claman que ellos hacen política con mayúsculas. Recuerdo con incierta ingenuidad la primera vez que oí pronunciar esta expresión. Confieso que se desató en mí una curiosidad antidialéctica por intentar resolver el enigma. Política con mayúsculas. Al tiempo comprendí que lo que debía pretender quien así se expresaba es que el texto estuviera escrito con mayúsculas, pues la miopía y la presbicia no ayudaban. Hay políticos que reducen toda su política a un discurso de encargo, a un texto de lectura contextualizada, a una interpretación. Son actores en busca de guión cuando la política debía ser un guión en busca de actores.

Y de la política al doblaje o del doblaje a la política. El doblaje admite diferentes modalidades, todas ellas perfectamente susceptibles de ser asimiladas por la ética estética de la política. La primera categoría corresponde al caso del actor de doblaje que ha dado registro de voz a varios personajes. A la mente me viene el caso de Víctor Agramunt, que ha sido James Dean en «Al este del edén», Timothy Bottons en «Y Johnny cogió su fusil», Ryan O’Neal en «¿Qué me pasa, doctor?», Michel Sarrazine en «Danzad, danzad, malditos», Dustin Hoffman en «Kramer contra Kramer», Brad Davis en «El expreso de medianoche», Robert Duvall en «John Q» y Alan Arkin en «Pequeña Miss Sunshine».

Este caso en política es muy frecuente, pues no es extraño que diferentes personas repliquen las mismas palabras, como si todas ellas procedieran de un mismo verbo. El verbo creador de la central del partido. Imagínense que ocurriría si, un buen día, desapareciese la consigna retórica que se reparte rutinariamente en la sede de cada organización. Los gregarios se golpearían contra las paredes de una habitación oscura esperando una señal.

Fotograma de «La forma del agua»

La segunda variedad la constituyen los politonos, al uso mismo de las nuevas tecnologías, que se produce cuando un mismo intérprete, en diferentes películas, ha sido doblado por distintos actores de doblaje. Fenómeno especialmente perceptible en un vuelo interoceánico entre Europa y Latinoamérica, donde el gracejo castellano se sustituye por la tonalidad verdosa del verbo de los dobladores mexicanos.

En uno de mis últimos vuelos, tuve la oportunidad de volver a ver «La forma del agua», una película sobrevalorada, en la que no acierto a entender cómo se consuma la relación sexual entre el monstruo y la aprendiz de escoba de la Guerra Fría. Pensé que con acento mexicano sería posible comprenderlo, pero ni así pude. Pero reconozco que sonreí entre ronquidos a medianoche cuando vi al esdrújulo villano lavarse las manos antes de miccionar, y no después, en claro homenaje al Torrente de Santiago Segura. En política, también existen casos, y no escasos, de transformación oral, donde una misma persona va cambiando de expresión y tono oral a lo largo del tiempo.

Fotograma de «Mogambo»

Una tercera categoría es el doblaje en territorio bilingüe, pues hay televisiones autonómicas que llegan a doblar voces castellanas. En 1941, y según el testimonio de Román Gubern, se aprobó una Orden no publicada en el Boletín Oficial del Estado, por la que se prohibía la exhibición de versiones originales, incluyendo entre las versiones vetadas, el catalán y el euskera. Setenta y cinco años después, hay escenas políticas en televisiones locales más propias de «Mogambo». En la película, Clark Gable tiene un trémulo romance con Grace Kelly, casada con Donald Sinden. El censor, ese personaje mítico y místico del franquismo militante, convirtió a marido y mujer en hermanos para evitar el estigma del adulterio. El resultado final es que la pantalla mostraba un posible incesto. No hace falta rebosar entendederas para deducir el efecto que puede tener el titulado y el subtitulado en algunas cadenas territoriales, que bien pudieran convertir el mayor estropicio parlamentario en una versión rupestre de «Sonrisas y lágrimas», con Rufián como hermano mayor de la camada.

Pero el nivel más avanzado es el del intercambio de voces dentro del propio grupo político, sin orden ni concierto, o lo que es lo mismo, con desorden y desconcierto. Echando de menos ya las sobremesas que he pasado con Eduardo Torres Dulce hablando de cine y, de manera especial, de su tío Luis García Berlanga, viene a mi memoria el caso de «El verdugo»

Inicialmente, solo iba a ser doblado el magistral Nino Manfredi, tarea a la que se aplicó el actor español José María Prada, quien, como también intervenía en el rodaje de la película, tuvo que ser doblado por un tercero. Lejos de finalizar aquí la historia, Pepe Isbert no pudo doblarse a sí mismo como consecuencia de una enfermedad, de modo que hubo que buscar repentinamente a otro actor que doblara esa voz genuina antes de su estreno en el Festival de Venecia.

No faltan en política quienes se doblan a sí mismos, quienes buscan actor de doblaje y quienes doblan a terceros por imposición del mando o por extrema necesidad. Pero no es cuestión estéril ni baladí tener un actor de doblaje que te proteja. Les recomiendo que hagan una prueba. Lean un texto político en una pantalla, sin que nadie les indique la autoría. Después, pongamos a recitar el texto a cuatro líderes políticos diferentes. Si sometiéramos a examen y puntuación ciudadana lo que han dicho esos políticos, juzgando su contenido, verían las diferencias en la evaluación. Es el doblaje, estúpidos, el doblaje.

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