España en guerra consigo misma
A falta de enemigos a los que culpar de todo, en España ha irrumpido la figura del enemigo interno como parte de la enfermedad incurable del odio nacional.
Atravesar Nueva York en taxi podía convertirse en un acto de heroicidad o en un acto de sacrificio en la era pre-Covid. Los atascos de la capital de España ni por asomo podían compararse al empaste de vehículos en permanente congestión que inmovilizaban Manhattan. En la inmersión al estatismo físico que suponía vadear la ciudad de los rascacielos en un taxi, cabía repensar pasado, presente y futuro. Pues las horas se sucedían detrás de los cristales del vehículo entre humo de alcantarilla de cocodrilos blancos y esperanzas peregrinas deambulando por Times Square.
Eran los tiempos de la anormalidad del tráfico en la Gran Manzana, repleta entonces de españoles comprando siete camisetas por diez dólares en cualquier tienda regentada por un paquistaní de dentadura ocre. En la nueva anormalidad, las palomas zurean en Battery Park a la espera de que salga la última mole náutica a la Isla de Ellis. La primera isla de cuarentena y confinamiento de la tierra de promisión, mucho antes de la peste del siglo XXI.
La memoria confinada nos devuelve al pasado
En la era de Uber todavía los taxistas me evocan a Robert de Niro con cabeza rapada, casaca de Vietnam, mortificando a los chulos que explotan prostitutas en los bajos fondos. Por fortuna, o por desgracia, según se mire, Robert de Niro abandonó la patrulla de la ciudad y montó algún restaurante en la Pequeña Italia. Allí donde los almacenes abandonados son ahora boutiques de diseño y cafeterías en las que se ve la vida pasar.
Algún retal de mi vida dejé por allí. Tal vez algún día lo recupere. Ahora que la memoria confinada nos devuelve al pasado, me puse a recordar un viaje que hice a Nueva York hace algunos años. Me tocaba hablar en Naciones Unidas, pero el viaje me marcó porque una noche cené con una periodista afincada en la ciudad, de nombre Pilar y de apellido García de la Granja. Y aquí seguimos hombro con bolígrafo.
Fue en ese viaje mientras acudíamos a la cita en un restaurante próximo a Central Park, cuando me puse a recordar una pieza escrita por Umberto Eco. Exactamente el 15 de mayo de 2008 en el marco de una conferencia dictada en la Universidad de Bolonia. Se titulaba «Construir al enemigo» y ahora me viene con todo el plomo del momento a mi memoria presente.
Comienza la reflexión el italiano en la misma posición de paciente usuario de un taxi en Nueva York. Entonces, el conductor le pregunta al escritor, a quemarropa, cuáles son los enemigos de su país. Los adversarios políticos de Italia, esos que primero matas y luego matan ellos o viceversa.
España no tiene enemigos externos
Umberto Eco, entre asertivo y conmiserativo, le respondió que Italia no tenía enemigos desde la Segunda Guerra Mundial: «Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haberle contestado, es decir, que no es verdad que los italianos no tienen enemigos».
«No tienen enemigos externos y, en todo caso, no logran ponerse de acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en guerra con ellos. Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas, fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura». Esa lectura rememorada y la reflexión de ciertos episodios recientes de nuestra historia me han acabado disuadiendo de que una de las principales desventuras de España es la de no haber tenido verdaderos enemigos externos.
La figura del enemigo es consustancial a la narrativa de la política. El enemigo permite radicalizar las diferencias reales o potenciales, de modo que legitima el conflicto. Que el conflicto pueda ser considerado, al uso del jurista alemán Schmitt, la única raíz en el que se puede asentar el orden, no admite dudas a día de hoy. Por paradójico que resulte, hay que cuidar al enemigo, aunque sea discretamente y sin alardes, porque muerto el enemigo, desaparece tu principal seña de identidad como pueblo. En ese sentido, los revolucionarios de póster en habitación de estudiante descreído se equivocaban cuando pensaban que había que eliminar al enemigo.
La revolución hoy no es más que un póster
Che Guevara, que cultivaba menos pelambre que Iglesias, erraba en su impulso de matón de cordillera: «Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles y aún dentro de los mismos; atacarlo dondequiera que se encuentre. /…/ Se hará más bestial todavía, pero se notarán los signos de decaimiento que asoma». La revolución hoy no es más que un póster olvidado en cualquier desván de una casa en Galapagar.
En este punto, no cabe sino afirmar que España no ha sabido construir enemigos en las últimas décadas. Si bien es cierto que no hemos sido muy cuidadosos tampoco en el reclutamiento de amigos. La necesidad ancestral de tener enemigos ha dado paso en los últimos años a una pueril concepción de lo político, basada en alianzas de civilizaciones. Las mismas a veces que quieren poner fin a este proyecto de vida en común que se llama España.
En España ha irrumpido la figura del enemigo interno
En cambio, en ausencia de enemigo externo, en España ha irrumpido la figura del enemigo interno, haciendo suyo el ensayo mismo de la construcción del enemigo como factor de legitimación social y política. La dialéctica del amigo-enemigo ha permitido que en Cataluña, pero no sólo en Cataluña, haya avanzado la construcción del metaconcepto de enemigo común, a modo de vía para la unificación identitaria de una parte de la periferia contra la centralizada política.
Lo más sorprendente no es, como hasta ahora, que la periferia nos hiciera responsables al todo nacional de sus problemas, sino que de un tiempo a esta parte es el Gobierno central el que busca enemigos en algún Gobierno regional para diluir sus propias responsabilidades. Pongamos que hablamos de Madrid.
Quiero agradecer a Tatiana, mi joven lectora de uno de mis libros de historias de nuestra Historia, que me recordase el párrafo que escribí mientras novelaba la vida de Alice Gordon Gulick en España: “Tengo la impresión de que este país está en guerra permanente consigo mismo, como una epidemia congénita y finisecular”. Tienes poco más de veinte años y has descubierto que el enemigo ronda en casa. Y que es otra epidemia. Sin vacuna eficaz y en estado de propagación permanente. La enfermedad incurable del odio nacional.