Hubo una noche en Barcelona, allá por el año 2012, en la que crucé la puerta de El Molino para atrancarme en una butaca y degustar las delicias de esa ciudad canalla y madre, libertina y libertaria, aldeana y global, al ritmo del cabaret burlesque y de la revista. Habrá quien piense que soy un decadente, pero no hay mayor decadencia que la ignorancia y la estupidez.
Fue en compañía de un aragonés de estirpe y catalán de adopción, asiduo de la vieja Pajarera Catalana, quien portaba un ramo de flores para la vedette principal del espectáculo de marras. Aquella noche transcurrió entre risas oriundas de Vic, bailes de abuelos revenidos de Valls y piruetas de burguesas catalanas recién salidas de una novela de Marsé.
El Molino era bandera y símbolo de una gran ciudad, con sus luces y sus sombras, pero, al fin y al cabo, de una sociedad viva. Reconozco hoy que no me adentré en la tentación del backstage al acabar la representación, como sí hizo mi amigo. Tenía una misión recurrente y era entregar las rosas blancas recién compradas en la Rambla a una mujer que se había hecho famosa atravesando noches enteras el Misisipi en algún canal de televisión. No lo hice por pudor. Lástima.
Probablemente para el Marqués de Sade aquella actuación le habría parecido un festival de Navidad en un colegio de monjas para párvulos de 0 a 3 años. Pero cuando entré y vi el ambigú, por mis extrañas asociaciones con la literatura, pensé en Sade y en su obra La filosofía del tocador, publicada en París en 1795, con el subtítulo Diálogos destinados a la educación de las jóvenes damiselas. Este título no pasaría hoy la fiscalización de la moral oficialista. Pero más allá de la censura en los tiempos del cólera político, el texto del Marqués encierra hoy una terrible actualidad.
La sociedad que describe Sade en esta obra es una sociedad en la que las pasiones humanas no admiten restricciones ni frenos convencionales. El sadismo se convierte así en una doctrina que fomenta la inexistencia de las leyes, de la inexistencia del castigo institucional, de la inexistencia de la pena del Código penal, y hasta abomina de la propiedad, porque no es libertad lo que promueve el Marqués, sino el libertinaje inmoral que está en el origen del hombre, de su pulsión como ser humano.
«Eliminad vuestras leyes, vuestros castigos, vuestras costumbres y la crueldad ya no tendrá efectos peligrosos, puesto que nunca actuará sin poder ser repelida de inmediato por la misma vía; en el estado de civilización es donde resulta peligrosa, porque el ser lesionado carece casi siempre de la fuerza o de los medios para repeler la injuria; en el estado de incivilización, en cambio si se actúa sobre el fuerte será repelida por éste, y si se actúa sobre el débil, puesto que sólo ha de lesionar a un ser que cede ante el fuerte por las leyes de la naturaleza, no hay ningún inconveniente en que se ejerza».
La fuerza es congénita al hombre, según Sade, y aceptando todas las inclinaciones humanas, de por sí intransferibles, llevan a que la sociedad se mantenga en un equilibrio basado en la violencia y no en la paz. Así propaga Sade el libertinaje y la inmoralidad, como un acicate constante para mantener a los ciudadanos en un estado permanente de excitación natural y de insurrección ante cualquier intento de ordenación del poder público basado en la confirmación de un orden lógico de principios y reglas morales. Es el apaciguamiento del individuo a lo que se resiste Sade, quien asume la individualidad y la diferencia de cada hombre como la base para negar cualquier proceso de sistematización jurídica. Es la némesis frente al Derecho.
A lo largo de los últimos años no han sido pocos los que han auspiciado una rebelión controlada del orden jurídico establecido, basado en un orden natural donde cada cual tiene derecho a lo que quiera, «je ne sais quoi», que diría algún personaje de Sade.
Incluye la propiedad, donde se colocan el línea con el pensamiento del Marqués: «Es cosa cierta que mantiene el coraje, la fuerza, la habilidad, virtudes, en una palabra, útiles para un gobierno republicano y por tanto para el nuestro (…) Hubo un pueblo que no castigaba al ladrón sino al que sea había dejado robar». No en vano, entre los espartanos, el latrocinio era tolerado y fomentado.
En parecidos términos se pronuncia Sade respecto a la violencia y al mismo crimen: «La destrucción es una de las primeras leyes de la naturaleza, nada que destruye podría ser considerado como criminal (…) Puesto que nos preciamos de ser las primeras criaturas del universo, hemos imaginado estúpidamente que toda lesión que pudiera sufrir esta sublime criatura debería ser necesariamente un crimen enorme».
Sade asusta por su inmanente inmoralidad, por su subversión y por su apuesta por la erradicación de las leyes como vehículos para la ordenación de las voluntades. Otros hay ahora que también asustan cuando se golpean el pecho orgullosos de haber incumplido leyes y haber sido condenados, puesto que las leyes no iban con ellos.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que algunos hombres en este país creyeron que no debía haber delito en la muerte violenta, que la propiedad era un bien jurídico subversivo, en que el robo y la extorsión eran parte del orden natural de las cosas. No ha pasado mucho tiempo. Ahora hay quienes, con hastío sádico, nos recuerdan viejos tiempos. Sade asusta, salvo en la penumbra de un cine de barrio de sesión continua.
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